ROMA (1)
Por la tarde estoy en Roma. Visito el Coliseo, el Foro Romano
y el Palatino. Ahora que ya han cerrado, sentado frente al arco de Constantino,
me paro a descansar. Casi todo son ruinas y la verdad es que no me gustan, no
me dicen nada. Serán muy interesantes para los arqueólogos intentar reconstruir
las formas de vida de otras épocas a partir de estos restos, pero a mi no me
interesan.
De todo
aquel lujo, de todo aquel esplendor, quedan unas columnas por aquí y por allá, unos
muros de ladrillo y relieves en los arcos de triunfo.
Los relieves están muy deteriorados,
pero aún se ven hombres encadenados y el botín conseguido. ¡Qué cabrones somos
los humanos! Aun teniendo de sobra para vivir, atacamos a otros pueblos, les
quitamos sus riquezas, les hacemos nuestros vasallos y les obligamos a pagar
tributos.
Pero el tiempo lo arregla todo. Hasta las putadas se acaban. Porque
¿qué queda de todas aquellas conquistas, de tanto dolor, de tanta destrucción?
Nada. Todo se acabó. Sólo queda el recuerdo porque se escribió.
Las estatuas de la parte superior del arco de Constantino tienen un aspecto grave, serio, meditabundo. No sé que pensarán. Quizá desde donde están y desde hace XX siglos, estén viendo siempre las mismas cosas, aunque con diferentes decorados. Y entonces ¿qué mejor hacer que seguir mirando y hablar de cómo las personas que pasan ahora, en el fondo, son las mismas que las de los últimos XX siglos? ¡Ah, ya caigo! ¡Si a Roma la llaman la ciudad eterna! ¿Por qué será? Quizá las estatuas de la parte superior del arco de Constantino tengan la respuesta.
Hoy voy a los museos vaticanos. Hay
arte griego y romano por doquier. Estatuas y más estatuas. Muchas están consideradas
obras maestras y no sé por qué. Y aquí
me vuelvo a cuestionar la calidad del arte. ¿Por qué una estatua del siglo IV
a.C que exprese cansancio es una obra maestra?
Todo este arte, heredero del griego, se
produce debido a la gran riqueza de Roma, riqueza basada en la conquista y
sometimiento de otros pueblos. Aquel sufrimiento pasó, los desastres y las
matanzas se olvidaron. Quedó el arte. ¿Mereció la pena?
Pasan
grupos de adolescentes protestando que no quieren ver más, que quieren ir a la
calle.
- Sólo vemos la capilla Sixtina y nos
vamos, dice la profe.
- Yo paso de ver ese rollo, prefiero
irme ya.
Y digo yo, ¿para qué traerán a estos
jovencitos aquí?
Las estancias de Rafael son preciosas.
Frescos de una gran belleza, gran luz y magnífica composición. En el fresco de
la prisión de S. Pedro hay tres clases de luz; la de la luna, la de la antorcha
y la del ángel. Todo un derroche de imaginación y de arte.
La capilla Sixtina es asombrosa. Y
asombra la mires por donde la mires. El techo es una maravilla de composición,
de color, de alegría; es la alegría de la creación. Hay que ser muy bueno para
hacer una cosa así. Y luego el Juicio Final. Trágico, patético. Quizá
representa la justicia o la ira de Dios; no lo sé, pero está muy lejos del amor
de Dios que pregona hoy la alta jerarquía eclesiástica: “El Juicio Final será
la gran exaltación del amor de Dios. Será el triunfo del amor” ¿Cómo se puede
cambiar tanto en unos años en algo tan fundamental?
Y además están las composiciones de la
parte media. Esos frescos alegres, luminosos de Boticelli, Perugino,
Pinturicchio, etc. ¡Qué bonita es la capilla Sixtina! El esplendor y el ocaso
del Renacimiento están en esta gran sala.
Y menos mal que estas grandes obras no están sustentadas en el sufrimiento
y dolor humanos.
Todo está lleno de gente. Una niña
pequeña, sentada en su silla, se coge su falda, la hace un rebujito en una mano
y se chupa el dedo gordo de la otra y se pone a dormir. Su barriguita queda al
aire. La niña está preciosa. No me atrevía a hacerla una foto. Me recordó a
Moncho con sus pañuelos.
La
iglesia de San Pedro es la grandiosidad y magnificencia de Dios. Es el
esplendor de la grandeza de Dios. Todo es lujo, todo es magnificencia, y encima
una buena luz. ¡Qué tumbas las de los papas! ¡Y eso que creían en la
inmortalidad y en la otra vida! ¡Qué lujo! ¿Qué diría el jefe si lo viera?
El
castillo de Sant Angelo es austero, tétrico. Las salas lujosas son pocas y
muestran el lujo del renacimiento, que está alejado del lujo barroco. ¡Ah!, y
para calabozos hay que ver estos. Son auténticos agujeros.
El barrio de Sant Angelo es el barrio
de la Roma
lujosa del renacimiento. Era el barrio de los comerciantes, de los banqueros y
de la gente rica hasta que a un papa se le ocurrió hacer allí las prisiones,
nuevas prisiones para que los presos estuvieran mejor. La idea no era mala pero
los ricos no quieren vivir cerca de los presos y se marcharon del barrio, pero
allí quedaron sus edificios. Hoy está lleno de gente, de tiendas y de
anticuarios. Es un barrio que todavía está vivo.
Las iglesias son magníficas. Son unas
grandes iglesias barrocas y con una magnífica luz. Las fotos son de la Chiesa Nuova. ¡Qué
gran efecto produce el buen barroco! ¡He venido a Roma a ver el gran barroco
romano y no creo que salga defraudado!
Hoy ya me recojo. La silueta de San
Pedro, el puente de Sant Angelo y el Tiber tienen un aspecto bucólico,
nostálgico. Me paro un rato para mirar tan preciosa vista. ¡Ah!, y de paso
descanso.
Junto a mi, en el camping, hay dos
bellísimas princesas rubias que corren, juegan, se ríen y se pelean, pero tengo
la mala suerte de que no son las mías, son holandesas. La más pequeña, la que
es como Alicia, se sonríe con cara de pilla cuando veo a su hermana en bragas
pues su madre la está cambiando de pantalones.
¡Qué lenguaje más universal el de los niños!
Nada más
salir del metro me encuentro restos de las murallas de Roma. Son murallas
pequeñas, como de adorno, porque ¿para qué necesitaba Roma murallas? ¿Quién la
iba a atacar?
San Juan
de Letrán es enorme, lujosa, con el lujo de gran barroco romano. Hay mucha
gente y mucha rezando.
Cerca de allí está la escalera santa:
la escalera por donde subió Jesús cuando fue conducido ante Pilatos, escalera
que trajo a Roma la madre de Constantino. Esta escalera la suben los fieles de
rodillas. ¡Es el poder de las creencias en estado puro!
La
iglesia de la Santa Croce
de Jerusalén, otra gran iglesia.
Y desde allí continúo andando y paso por Porta
Maggiore, Aqua claudia y Templo de Minerva Médica, restos romanos bastante
deteriorados pero que aún están llenos de grandeza.
La iglesia de San Prassede, del 822, tiene unos mosaicos
preciosos de esa época. Pero ¿por qué los ponían en lugares tan oscuros? ¿Quién
los iba a ver y a mirar? ¿Qué devoción podían inspirar? No he encontrado
respuesta a estas cuestiones ni a otras parecidas referidas a este lugar o a
otros lugares que se encuentran en circunstancias similares.
Y aquí en Roma todo va de reliquias. En
esta iglesia se conserva la columna en la que ataron a Cristo. No me extraña
que Roma fuera la ciudad santa por excelencia.
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