miércoles, 8 de marzo de 2017

RUTA DE LA SEDA (4)
BUKHARA
         Llego a Bukhara a la 1 del mediodía. Hace mucho calor. Las mezquitas y madrasas conservan azulejos, aunque no tantos como las de Samarkanda. Bukhara tiene sus edificios de ladrillo, de un ladrillo color tierra. Hay antiguos bazares y antiguos caravanserais convertidos en tiendas. Aquí se venden alfombras, pañuelos de seda, trajes, cerámicas, gorros, discos, marionetas. Marionetas que se me antojan personajes de las mil y una noches.
 
 Marionetas que tienen una mirada como de nostalgia, de nostalgia de calles llenas de gente, de bullicio, del bullicio de las antiguas caravanas. Hoy las calles están un poco solitarias, un poco tristes. La ciudad antigua es la de los turistas, pero hoy hay pocos. Las risas y los chillidos de dos niños que hay en una tienda alegran la calle. Quizá las marionetas echen de menos el bullicio de las calles llenas de niños.
 
         Como al lado de un estanque, a la sombra de moreras centenarias y de unos toldos coloreados. Unos pájaros enjaulados, tapados con unas telas, cantan y silban. Es una melodía monótona y estridente. La luz se cuela y todo el conjunto es como esos cuadros llenos de luz y color de Renoir o de Monet.
 
 

           Luego paseo por madrasas y mezquitas que ya no cumplen su función. Ya no se utilizan para aquellos para lo que fueron construidas. Hoy están convertidas en bazares donde los artesanos ofrecen sus mercancías sobre todo a los turistas. De esta manera se les da utilidad a la vez que se saca un dinero para conservarlas. La idea no me parece mala.
 

         Madrasas del siglo XVI, viejas, decadentes, pero que aún tienen como un algo de prestancia, de orgullo diría yo. Tanto saber como se impartió aquí aún perdura, de manera imperceptible en el ambiente, como un alo, como una neblina que se extiende por doquier.
         La tarde pasa tranquila, con calma. La luz del sol del atardecer va dorando las paredes. Y en este paseo tranquilo voy disfrutando de esa luz del atardecer, de esos reflejos dorados en una ciudad de las mil y una noches.


          Me siento en la plaza, junto a la gran mezquita, junto a su minarete que parece una chimenea de una fábrica y junto a la gran madrasa que aún cumple su función. El sol se va moviendo, la luz va cambiando, los tonos y los colores también y yo sólo miro y no pienso en nada.

         Hoy es 13 de agosto. Heme aquí, en el patio de una antigua madrasa, escuchando música uzbeca. Es una música dulce, suave, yo diría que melancólica. Es una música tenue. Es como un perfume que te envuelve, como un chal de seda que te arropa. La brisa del aire mueve las moreras. Las moreras, la seda, las madrasas, las mezquitas, la música que envuelve, que me despierta y que me hace añorar. Añorar no sé qué. Quizá añorar una época y unos lugares que no conocí. Quizá añorar la época en que se recorría la ruta de la seda en caravanas de camellos. Quizá añorar los lugares que estoy conociendo ahora pero que desde hace mucho tiempo conocí en mi imaginación.
 

         Sí, porque hoy aquí en Bukhara he vuelto a ver a los peregrinos ir a visitar el mausoleo de Ismael Samani, del siglo X, recorrer los jardines llenos de frescor y verdura y asombrarse ante la bella sencillez de sus paredes sólo decoradas por la colocación de los ladrillos.
 
         He pasado junto a la fuente de Jacob y me he preguntado cómo este hombre iba a venir aquí desde Israel en aquella época. ¿A quien y por qué se le ocurriría poner este nombre a esta fuente?
         He contemplado sentados a la puerta de su casa con un ademán impasible. Charlando tranquila y pausadamente y contemplando las cosas que pasan con una calma y una sabiduría que da la edad.
 
         He pasado junto a una carnicería que tiene como reclamo publicitario una cabeza de ternera disecada. Algo similar también lo he visto en los países árabes.
 
         He contemplado la mezquita reflejada en el lago, sus columnas de madera y sus juegos de luces y he imaginado los carros trayendo los olmos desde lugares lejanos, a los hombres trabajando, y a los ancianos mirando y charlando de cómo se hacían las cosas en su juventud. ¡En qué buen lugar hicieron este estanque en el siglo XVI! Sus aguas parece que atrapan a la mezquita y la ayudan a recorrer los siglos.
 
         He recorrido la gran fortaleza, el baluarte del último reyezuelo, el que hizo decapitar a dos ingleses por entrar a caballo en los patios y por no retirarse en su presencia andando para atrás y lo hicieron dándole la espalda. Fortaleza que tiene los muros inclinados, pues son de tierra, y desde la que se tiene una magnífica vista de la gran mezquita, sobre todo al atardecer cuando el sol dora los muros de ladrillo y hace brillar más los azulejos de las cúpulas.
 
 
         He mirado y mirado desde mil ángulos diferentes la madrasa, en la que aún dan clases, y la Gran Mezquita, la más grande de todo el Asia Central. Y me lleno de admiración cuando veo esas cúpulas, esos cielos del revés, y esas fachadas, y esos arcos llenos de mosaicos. Y el árbol que hay en el centro del patio de la Gran Mezquita tiene un no sé qué especial. A la vez parece que está fuera de lugar y a la vez parece como que ese es su sitio desde toda la eternidad.
 

         Los jóvenes se sientan a la puerta de la madrasa y hablan de sus cosas, posiblemente de las mismas cosas de las que hablaron sus padres y sus abuelos. El tiempo se ha detenido frente a estas paredes tan hermosas para contemplarlas, y está tan a gusto que creo que lleva varios siglos aquí parado.

         Me he paseado por el Mercado de las Joyas, el que está al lado de la Gran Mezquita. Una gran cantidad de mujeres sentadas unas al lado de otras ofrecen sus mercancías: sortijas, anillos, pendientes, pulseras, colgantes,… No sé si las joyas son nuevas o usadas, de diseño clásico o moderno, lo que si sé es que los rubíes, los lapislázuli y otras piedras semipreciosas lucen todo su esplendor amontonadas a la espera de ser pesadas. 
         A la salida veo enfrente al vendedor de gorros uzbecos, esos gorros de piel de oveja que recuerdo haber visto en las películas de niño y que por eso tengo tan grabados y me son tan agradables.
         Con mucho, mucho calor pasamos por una madrasa camino de la de los 4 minaretes, de las 4 torres diría yo. Son cuatro torres elegantes, cuatro trocitos de azul turquesa, cuatro trocitos del azul de los sueños.  Y varios del grupo hablamos y soñamos, soñamos y hablamos. Y hablamos de Aladino y Jazmín, de Sherezade, de las lámparas maravillosas, de las alfombras mágicas ¿De qué cosas mejores podríamos hablar aquí?
         Es por la tarde. Estoy en el parque. Los niños y mayores montan en atracciones de feria que mueven motores con hélices como ventiladores, y en balancines de barcas iguales a las que yo me montaba de niño. Me reencuentro con mi niñez en Bukhara ¡paradójico! ¿Verdad?
         Una joven pasa vestida con un traje y un gorro muy bonito. Su chico y ella van agarrados por la cintura. (luego me entero que ese vestido y ese gorro son los que llevan las chicas jóvenes antes de casarse, es como su vestido de prometidas).

          Los niños hacen lo mismo que todos: juegan con cualquier cosa.
          Las mamás hacen lo mismo que cualquier grupo de mamás: hablan  unas con otras. Las jovencitas miran a los jovencitos de reojo y… y todo es igual que en todas partes, pero esto está pasando ahora y aquí, en Bukhara, en una de las ciudades de las Mil y una Noches, en Uzbekistán, en el Asia Central. Y yo no estoy soñando.
         Camino del hotel paso por dos madrasas del siglo XVI, tan bonitas como todas. La luz del atardecer les da un toque de color como más dulce, como más suave. Unos niños juegan al balón y utilizan las puertas como portería. Una novia preciosa pasa orgullosa del brazo de su marido.

         Una jovencita sucia, pobre, lisiada, torpe de movimientos, que no sabe hablar, está cerca de mí. Me mira. La sonrío. Su mirada sigue siendo inexpresiva. Es la otra cara de los cuentos, pero estos son los cuentos  de las mil y una desgracias.
         Está anocheciendo. Una ráfaga de tristeza pasa junto a mí.
         Es la hora de cenar. Escucho el rumor del agua que cae en el estanque. Me gustaría escuchar la música de Sherezade y que al acostarme alguien me contase un cuento. Sería el perfecto final de mi última noche en Bukhara. Pero esto es muy difícil porque las personas que me podrían contar un cuento en español no están aquí y contármelo otras es muy difícil porque yo no sé uzbeko.


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