POR LA COSTA BRAVA (1)
Amanece un día
estupendo. Decido ir hacia el norte, hasta la frontera con Francia, para desde
allí ir bajando poco a poco. En mi camino hacia el norte, pasado Figueres, paso
junto a Peralada. Me paro a ver esta localidad. Hay muy poca
gente por las calles. Los turistas somos muy escasos e indígenas debe haber
pocos por aquí. En la plaza mayor veo a algunas personas que entran y salen del
ayuntamiento, pero no son muchas.
Las casas
están arregladas y limpias, pero la mayoría vacías. Un aire nostálgico,
decadente, parece recorrer la ciudad. Casi todas las puertas están como demasiado
cerradas.
El paseo bajo los soportales y las arcadas es muy agradable.
Uno se encuentra como protegido, aunque no se sabe contra qué. Los juegos de
luces y sombras, las visiones a través de las columnas y de los arcos tienen
algo de especial, algo que sólo se da cuando se mira desde dentro.
Muchas casas están enfoscadas de un llamativo color naranja,
unas veces pálido y otras más intenso, y que me parece un invento bastante
moderno, pues el color que impera en la mayoría de los sitios antiguos es el
gris claro de la piedra y otros grises claros similares.
Durante un buen rato me siento en una esquina de una plaza,
a la sombra de unos árboles. De vez en cuando pasa alguien, pero esta gente no
tiene costumbre de decir ¡Buenos días! a los desconocidos. Pasa un vagabundo
con una bolsa azul.
-
¡Buenos
días! Aquí se está bien, ¿verdad?
-
¡Buenos
días! Si que se está bien aquí.
-
Voy
a buscar un sitio para sentarme a almorzar
-
Si
quiere siéntese aquí que yo ya me voy.
-
No,
muchas gracias. Me voy a sentar en aquel escalón que allí se oye mejor a los pájaros.
¿Si gusta?
-
¡Muchas
gracias! ¡Qué aproveche!
Doy un pequeño paseo y a
la vuelta veo al vagabundo almorzando. Empiezo a caminar más despacio. Hasta mí
llegan las piadas de los pájaros. ¿Aquí
sabrá mejor el almuerzo?
Un poquito más adelante está el antiguo monasterio de monjes
de Sta. María de Vilabertrán. Hoy ya
no hay ningún monje. Sólo algún que otro turista pasea por aquí de vez en
cuando. Conmigo no coincide nadie. Mejor, así no se altera la paz del lugar. En
verano esta paz se ve alterada por el festival de música de Vilabertrán, aunque
imagino que la música clásica que se interpreta aquí no debe alborotar mucho y
las piedras y las tumbas seguro que ni lo notan, es mas, a lo mejor hasta lo
agradecen.
En el patio del claustro hay una luz maravillosa. Los colores de las
plantas y de las piedras son diferentes cuando se les observa desde lugares
distintos. Aquí también se oyen los pajaritos y a lo mejor aquí también sabe
mejor el almuerzo.
El antiguo dormitorio está desierto. Quizá los pájaros
molestaban mucho y los monjes se fueron de aquí.
Ya no me detengo más hasta
llegar a Port Bou. Lo que más miro
no es el mar, son los Pirineos. Miro como para asegurarme de que siguen ahí.
Hasta aquí llegué después de una semana andando, en el primer recorrido que
hice con el club Anaitasuna de la travesía de los Pirineos de mar a mar.
De
esta zona no conocía nada y la verdad es que me gustó mucho. En la primera
montaña más alta partiendo del mar pase la última noche. Dormimos allí para ver
amanecer sobre el mar. No fue nada especial, pero estuvo bien. Luego me acerqué
hasta la playa donde nos dimos el baño que ponía fin a tan hermoso esfuerzo.
El
mar tampoco se había ido, pero en lugar del grupo bullicioso que yo recordaba ahora
no había nadie. Solo estaba yo con las montañas, con el mar y con mis
recuerdos. Desde un alto se ve la estación y el último o primer gran pico, el
de la dormida.
Y luego los acantilados,
donde parece que se echan a morir los Pirineos. Paro a comer en uno de los
lugares más altos. Apenas hay oleaje. El mar y el cielo están tremendamente
azules. Todo está muy tranquilo. Las gaviotas chían, pero su chillido no hace
que la comida sepa más rica. Aquí no hay pajaritos.
Desde mi atalaya sobre
Port Bou y sobre los acantilados inicio el camino hacia el sur. Hay muy pocos
coches y puedo parar en los arcenes de la carretera para ver el paisaje.
Cojo la
carretera que sube hacia San Pere de
Rodes. A medida que se sube la vista va siendo más amplia, más
dilatada.
El pueblito se queda allá
abajo, como una gran mancha blanca junto al mar. El cielo y el mar están de un
azul brillante, de un azul rabioso.
Y
esto es lo que se ve cuando se mira hacia abajo, porque si se mira hacia arriba
se ve una construcción casi en lo alto de una montaña. Esas construcciones son las
ruinas del monasterio de San Pere de Rodes.
Las ruinas, muy bien consolidadas,
conservan un aspecto altivo, orgulloso y majestuoso. El entorno no puede ser más grandioso. No conocía este sitio y la verdad
es que me ha sorprendido gratísimamente. Es un lugar maravilloso.
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