ESPAÑA: POR EL NORTE Y A ORILLAS DEL MAR (5).
Desde mi
emplazamiento en el camping de Castro Urdiales veo como amanece. Me entretengo
mucho tiempo en mirar y mirar el cielo. A cada instante va cambiando. Es un
espectáculo que he visto muchas veces pero que siempre me parece nuevo y que no
me canso de mirar un día y otro.
Subo a la ermita de las Nieves. El día
está radiante. Hay toda una gama enorme de verdes; claros, luminosos, oscuros,
apagados. Depende hacia don-de se mire. La luz suave de la mañana lo envuelve todo.
Voy escuchando música griega. Una dulce nostalgia o melancolía, no sé bien lo
que es, me invade.
Desde lo
alto de la ermita se ven unas magníficas vistas en todas las direcciones. Hacia
el norte la costa y el mar; hacia el sur montañas y más montañas, es la Cordillera Cantábrica.
Las montañas desde aquí parecen montañas atormentadas, caóticas; son montañas
de roca caliza tremendamente plegadas.
Ramales de la Victoria está en
un lugar privilegiado, toda rodeada de agrestes montañas similares a los Picos
de Europa. Ramales aún conserva bastantes casas antiguas bien arregladas. El
color verde del campo es distinto del que hay en el País Vasco. El color de
aquí es un verde más variado, más claro y más luminoso. En el País Vasco
predomina el verde oscuro de las coníferas, mientras que aquí predomina el
verde de los prados, y según en que dirección estén segados y en qué dirección
se les mire así son de un color u otro.
Rozas es un pequeño pueblito en lo alto
de la montaña, con unas vistas increíbles en todas direcciones, con una iglesia
enorme para lo pequeño que es el pueblo, con casas grandes, muy grandes, hoy
casi todas cerradas y medio en ruinas, casas que debieron ser de indianos o de
gente que se fue a Bilbao y que hicieron dinero y volvieron a su pueblo. Las
escuelas son muy grandes y muy bien construidas; posiblemente sean obra de algún emigrante que hizo fortuna en
otro sitio. Es muy curioso como por aquí, en el norte, en Cantabria y Asturias,
los indianos o emigrantes construyen magníficas escuelas para su tiempo; tan
magníficas que aún hoy lo siguen siendo. Este fenómeno apenas se da en Castilla
o en Andalucía. No sé porqué.
Para subir al pueblo de San Pedro se va por una carretera empinada, tan empinada que
parece que va hasta el cielo.Cuando
veo estos pueblos vacíos siento como una cierta tristeza. Toda la vida que
había aquí se acabó. Todo se va convirtiendo en ruinas. Pero la vida sigue
adelante.
Alto valle del Asón. Pueblos
perdidos, casas cerradas, un anciano andando por la calle, casas que fueron
pero que ya no son nada, puertas cerradas donde crece la hierba, ventanas
llenas de telarañas, tejas caídas. Sopla el viento.
El valle y el puerto de Asón son de una
gran belleza. Todo está salpicado de casitas, casitas la mayoría abandonadas.
Las montañas son
altas, agrestes, con una gran diversidad de colorido, con una gran diversidad
de verdes: de los prados, de los matorrales, de los diversos árboles (robles,
pinos, fresnos, castaños…). Es un valle bellísimo que no sé si por suerte o por
desgracia no esta muy promocionado turísticamente. Echo en falta aparcamientos
o ensanches en la carretera para poder parar y mirar tranquilamente.
Es un
goce subir hacia el puerto de la
Sía. Cada vez se ve más y más. Primero el valle del Asón,
luego montañas y montañas y lugares lejanos,
y al fondo del todo, el mar. ¡Que colores! El de los brezos, el gris de
las piedras, los verdes, el cielo, el mar…
En lo
alto del puerto hay un monolito con unos preciosos versos de Gerardo Diego. Y
al otro lado del ya no es Cantabria, es Castilla y León. Y aquí me recibe el
viento. Un viento constante, fuerte, pertinaz. Los colores son de otra manera.
Todo cambia. Parece mentira que en tan corto espacio pueda haber tanta
variación.
Y luego
el puerto de Lunada, donde las
montañas están más desnudas, donde se ve más la roca, donde la hierba está como
más marrón, como más amarillenta, donde hay menos árboles. Es por la vertiente
sur.
Y en la
vertiente norte del puerto de Lunada se ve un largo valle, profundo con unas
pendientes muy abruptas. Es el valle del
Miera. Da mucho gusto verlo, tan verde, con los arbolitos como colocados en
hileras, con pequeñas casitas.
San Roque
de Riomiera es pequeñito, no es nada, es como un suspiro. Allí un anciano
de 85 años se pone a hablar conmigo y el hombre me cuenta hasta tres veces lo
mismo: que cuando era joven llevaban mercancías por la montaña para el
estraperlo y que un guardia hacía la vista gorda y les dejaba pasar y que había
otro que era muy malo y que su hijo se tuvo que marchar de aquí porque nadie le
daba trabajo, ni le querían. El hijo también era muy malo, trabajaba de albañil
y le tiraron del andamio donde estaba trabajando.
El hombre no
tenía prisa e imagino que tampoco tendría muchas personas con las que hablar.
Y
siguiendo el valle llego a Somo, al
lugar donde pasé haciendo el campamento de magisterio. Está atardeciendo. La
playa y el mar están de un color precioso. Hay unos tonos rosáceos, lilas,
malvas, que no me canso de mirar.
Esta
mañana vi la salida del sol. Ahora me entretengo en ver como el sol se pone por
detrás de Santander. Al igual que el amanecer el espectáculo siempre es igual,
siempre diferente y siempre maravilloso. No me canso de verlo.
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