EGIPTO– EL DESIERTO BLANCO (1)
El oasis de Bahariya
El Cairo solo tiene 16 millones de
habitantes. Se tarda mucho tiempo en salir de esta enorme ciudad. Cada vez hay
más autovías de circunvalación, pero 16 millones son muchas personas que van de
un sitio a otro. A medida que vamos recorriendo kilómetros van viéndose
espacios vacíos entre los bloques de viviendas, y en esos espacios no hay
vegetales, hay una tierra yerma y sucia.
Cuando ya se abandona bien El Cairo,
cuando ya hemos dejado atrás todos los arrabales, aparece un desierto inmenso y desolado, en el
que no hay ningún árbol, ninguna planta. Es un desierto plano, sin dunas, sin
montículos, sin nada. Y este paisaje nos acompañará durante kilómetros y
kilómetros, durante tres o cuatro horas.
Se hace un alto en medio de la nada.
Hay una gasolinera y un local donde se toma té y se pueden comprar galletas,
dátiles y poco más. Mis compañeros de viaje se sientan en sillas, ya me dedico
a andar para estirar las piernas.
Afuera solo está el desierto, afuera no hay
nada. Un perro también ha salido a
pasear, olisquea por aquí y por allá, olisquea las bolsas de patatas fritas y
palomitas y alguna lata de refrescos y
poco más. Ya no hay más que olisquear. No hay gorriones, ni pájaros, ni nada.
Para llevarme la contraria pasa un cuervo que de vez en cuando lanza un
graznido. Luego, el sonido del silencio.
Continuamos durante otras dos o tres
horas de camino en medio de una soledad y una desolación infinita, y un poco
antes del mediodía llegamos al oasis de Bahariya.
El hotel está a las afueras de Bahariya. Desde lo alto de uno de los
cerros contiguos se ve perfectamente el oasis en una dirección y el desierto en
todas las demás, el mismo desierto
monótono y uniforme que nos ha acompañado desde que salimos de El Cairo.
El
hotel por fuera no tiene mala pinta, pero por dentro es muy básico. La cama
tiene como somier unas tablas anchas que dejan un hueco a la altura de las
nalgas y que hace que el borde de la tabla se clave en ellas, pues el colchón
es muy fino. Estuve toda la noche buscando posiciones y no se me ocurrió la más
sencilla: echar el colchón en el suelo. La ducha solo duraba un poquito,
enseguida se acababa el agua, pero toda el agua, la fría y la caliente. Y para
rematar la puerta de mi habitación no se podía abrir desde dentro y tampoco podía saltar por ninguna
ventana; menos mal que en las dos ocasiones en que me quedé encerrado mi
compañero de al lado oyó los golpes en la puerta.
Después de comer en el hotel mis
compañeros deciden echarse una siesta y luego ir a pasear a los montes que hay
detrás del hotel y a los que subí por la mañana. En vista del programa que se
me ofrece me voy a visitar el pueblo y el palmeral, pero mira por donde a éste
no me da tiempo y por eso pongo aquí una foto sacada de Internet.
El
centro del pueblo está a media hora de camino pero enseguida hay puestecitos de
alimentos. Antes había visto una especie de jaulas de madera que no me
explicaba bien para que servían pues que tantas fuesen para gallinas me parecía excesivo. Aquí encuentro la
respuesta: son banastas de fruta hechas con las maderas de las palmeras.
Aquí debe haber muchos ladrones pues hay cosas que guardan mucho y con
fundas más herméticas que las cajas de la fruta.
Aquí veo muchas, muchísimas
mujeres vestidas de negro y totalmente tapadas excepto una ranura para los
ojos. Son muy pocas las mujeres que no van así. Al principio me sorprende, pero
luego me doy cuenta que aquí estamos muy lejos de cualquier gran ciudad y que
los avances técnicos y tecnológicos han llegado hace muy poco y no digamos nada
sobre las ideas. Aquí todavía han llegado pocos vehículos y poco polvo y las ideas
pegadas a ellos se han ido con el viento.
Todas
las calles son de tierra. Cuando pasa una moto, una bici o un coche se levanta
polvo. Está atardeciendo. Y la conjunción de ambos factores hace que cada vez
me detenga más a mirar los contraluces y recrearme en la maravilla de la cálida
luz del desierto del Sahara.
En el centro del pueblo hay muchos
comercios. Toda la calle principal, que es la carretera, está llena de
comercios. Comercios de todo lo que se necesita en un oasis: alimentos, ropa,
pequeños electrodomésticos, cacharros de plástico, pinturas, harinas, piensos
para las gallinas, recipientes tradicionales, barberías, lugares para sentarse
y tomar el té, frutas, naranjas, chuches y asadores de boniatos.
Sí, en España
hay las vendedoras de castañas asadas, aquí hay vendedores de boniatos asados
(yo les llamaba batatas, pero parece ser que se llaman boniatos). La paz y la calma del desierto parece que se
contagia a sus habitantes.
Al hombre que va vendiendo cubos de plástico con su
carro me lo encuentro numerosas veces. El parece que no tiene prisa: se detiene
con un vendedor de boniatos asados, luego con otro, luego con un grupo de
hombres y se está un buen rato charlando; y cuando creo que ya ha desaparecido
le veo aparecer hablando con la gente mientras su burrito sigue andando y veo
que se detiene en medio de la calle para hablar con un amigo. ¡Qué feliz
parece! No creo que esté estresado, pero imagino que sus preocupaciones serán
muy similares a las nuestras, aunque con otra óptica y con otra trascendencia.
Las viviendas tradicionales de
barro, van desapareciendo. Cuando se cae una ya no se reconstruye con ese
material, ya se hacen casas como en casi todos los sitios: con ladrillos (que
aquí son de color blanco), con vigas de hormigón y ventanas metálicas.
Comprendo que tiene que ser muy difícil modernizar interiormente una casa de
barro y que es más fácil y menos costoso tirarla y hacer otra nueva, pero para
mi son más bonitas y más típicas las casas de barro. Esas casas me dan la sensación
de estar en otra parte del mundo ¿Por qué no hacen casas con nuevos materiales
y exteriormente les dan el aspecto de las casas tradicionales de barro?
Veo un jardín abandonado. El recinto está alambrado
y hay una pequeña puerta. Hay plantas, bancos en los que no se sienta nadie y
mucha suciedad: como el jardín no es de nadie pues nadie lo limpia. Una planta
está en flor. A pesar de su aspecto escuálido y desvalido tiene unas hermosas
flores rojo anaranjadas. Es un trozo de hermosura que se ha caído de no sé
dónde y que se ha quedado aquí. ¿Por qué no habrá más plantas con hermosas
flores y jardines cuidados? Quizá eso les recuerde a los habitantes del desierto
un paraíso perdido o el paraíso prometido después de la muerte y no es cosa de
entristecerse con la muerte y similares.
A esta hora de la tarde, antes de
que anochezca, hay una gran actividad comercial. Muchas tiendas y locales que
estaban cerradas abren sus puertas. Se ven a más mujeres por la calle. Los
hombres se mueven más y van de un lugar a otro. Los carros tirados por burros
se llenan de mercancías, así como las pequeñas motos. Al atardecer todo es
actividad. Y poco a poco todo se va llenando de una luz mágica, luz mágica para
mí, porque es diferente de la que veo en España. Todo se vuelve dorado, todo se
empieza a llenar como de nostalgia, de calma, de paz, de quietud. Ancianos que
charlan y que no se dan cuenta que a su alrededor los muros, los árboles y el
suelo se incendian, aunque a lo mejor si que se dan cuenta pero ya no
manifiestan asombro pues es algo con lo que conviven a diario. Pocos
atardeceres serán diferentes a éste. Pocas veces las nubes ocultarán el sol y
no dejarán que ilumine e incendie todo cuanto toca.
Me siento un rato en el alto
bordillo de la acera, que parece que está hecho para sentarse. Y allí sentado
miro y miro y miro. No hago nada más que mirar. No pienso en nada. Y como no
voy vestido con ropas llamativas ni muy diferentes a las suyas, paso
desapercibido y puedo contemplar a la gente hacer sus cosas con naturalidad.
Esta vida es igual y es diferente a la que había en Europa hace unos 100 años:
una vida rural, con otro ritmo, con otra calma. ¿Y por qué hemos perdido ese
ritmo de vida y esa calma? ¿Por qué?
Me meto por la zona de casas más
antiguas, por la zona donde aún hay muchas casas de adobe. Son casas bajas, con pocas ventanas y con puertas
pequeñas. A los que más veo entrar y salir de las viviendas es a los niños.
Los
niños hablan de sus cosas, montan en sus bicis, corretean, van a la tienda de
chuches (sí, aquí hay una tienda en la que sobre todo venden chucherías para
los niños). Hay muchos niños y me da mucha alegría ver a tantos. Aquí me
acuerdo de la madre de Emilianín que decía que aunque los niños puedan molestar
en algún momento con sus gritos y juegos, en realidad son una bendición, pues
son los que dan vida y alegría a los pueblos. El suelo es de tierra y aquí,
como en todos los sitios, a los niños les gusta jugar a arrastrar los pies y a levantar
polvo. Pasan rápidos, pero queda polvo en el aire y con la luz de poniente
produce un efecto que me gusta mucho, es un efecto como de niebla luminosa.
Y en este oasis hay muchas niñas que
visten como mujeres: con vestidos largos y pañuelos a la cabeza, pero estas
niñas me miran, me dicen ¡welcome! y sonríen. ¡A pesar de todo son niñas!
Y en esta parte de la ciudad la vida
es más rural todavía si cabe. Me encuentro varias veces con un vendedor
ambulante de frutas con su carro y su caballo con la bandera egipcia.
Veo a
hombres maduros que charlan. Uno va en burro y el otro a pie.
Paso junto a las
palmeras del oasis y en una especie de corral veo todo el suelo lleno de
dátiles que parece que se están secando, son unos dátiles grandes y gordos,
como los que se ven algunas veces en España en las mejores tiendas de frutos
secos.
Y a esta hora mágica del atardecer
veo a varias mujeres barrer la puerta de su casa. ¿Por qué barrerán a estas
horas si la noche ya se echa encima y no se ve si la puerta está limpia o
sucia? ¿O es que a ellas no les importa que se vea y barren por alguna causa
incom-prensible o desconocida para mí? Imagino que será coincidencia, pero
todas las mujeres que veo barriendo son mujeres mayores (mayores para aquí:
tendrán entre 45 y 60 años) que van con pañuelo, la cara descubierta y que me
miran no con mucho disimulo. Mujeres de 20 ó 30 años no veo ninguna. Será que a
esas edades no es bueno que las dé el fresco de la noche.
Rápido se hace de noche. Estas fotos
están hechas a las 7 de la tarde y ya es noche cerrada. Y ahora que las veo me
acuerdo de las noches de Nueva York. ¡Paradojas, verdad! ¿Qué tendrá que ver la
noche de Nueva York con la de Bahariya? En ambos lugares los sitios iluminados contrastan
con la oscuridad del entorno y entonces ese lugar iluminado con luces de
variados colores parece que se llena de alegría e ilusión, o también de
nostalgia y melancolía. Esa palmera roja, esas luces anaranjadas o ese blanco
azulado de los fluorescentes dan un aire misterioso y nostálgico de algo
perdido no se sabe ni qué, ni cuando, ni donde, pero de algo que echamos de
menos y que las luces nos recuerdan que aún tenemos que buscar, y que
posiblemente esté muy cerca.
En Bahariya se encuentra el Valle de las momias
de oro, llamado así por la gran cantidad de momias de época greco-romana
encontradas (posiblemente haya unas 10000), muchas de las cuales están
cubiertas con máscaras y pecheras de oro. El descubrimiento es muy reciente, ya
que fue en 1999 cuando por casualidad se encontró y este descubrimiento se
mantuvo en secreto para evitar saqueos y robos. En las galerías subterráneas
han encontrado también ajuares funerarios: amuletos, vasi-as, monedas de oro y
restos de semillas de las ofrendas.
Hay un pequeño
museo con algunas de las momias más representativas y con algunos objetos
interesantes. El museo está en fase de construcción y poco a poco se va
acondicionando. Uno de los compañeros de viaje había estado aquí hace 2 años y
dice que prácticamente todo está igual, a pesar de que se ven obreros
trabajando.
Se pueden visitar
dos de las tumbas encontradas y la verdad es que me gustaron mucho. Se entra
por una especie de pozo en el que han colocado unas escaleras metálicas y luego
hay que gatear por una estrecha puerta para llegar a las cámaras de las
tumbas. Son cámaras bajas, con toscas
columnas y con pinturas de vivos colores. Son tumbas tal como podía imaginar
que eran aquellas en las que entraban los arqueólogos y aventureros al estilo
de Indiana Jones. Pero hay un pero, y es que están vacías. No
han dejado ni una sola momia ni ningún sarcófago ni nada que pueda darnos idea de
cómo eran y como estaban cuando cumplían su función: ser sepulturas con
numerosas momias en su interior. Yo creo que debían haber dejado alguna tal
como estaba o con pequeñas modificaciones para permitir su visita, bien con las
momias y objetos auténticos o con reproducciones en otros materiales de las
momias y objetos funerarios. A mi me gustaría más que estuviesen llenas y no
vacías. Esas tumbas, hogar de los muertos, estarían más llenas de vida. Entrar
allí nos parecería entrar en otro mundo, en el mundo de los muertos del que los
egipcios tanto sabían. Con tanto museo y tanto sacar las cosas de su sitio,
hemos llegado a matar el mundo de los muertos, hemos llegado a matar el mundo
de la muerte. ¡Paradoja! ¿No?