viernes, 25 de enero de 2019

SENEGAL (3)
LAS ALDEAS DE LA CASAMANCE.
              Las aldeas del sur de Senegal, las de la Casamance, las que ya están próximas a la zona de bosques tropicales y de selva han sido una autentica sorpresa para mí. Yo pensaba que en África ya no habría aldeas con techos de paja ni muros de palos como aquellas que yo veía de niño en las películas de animales, de Tarzán, y de cacerías por la selva. Yo pensaba que todo ese mundo habría quedado atrás y ya solo existiría en las películas y en mi imaginación. Y la primera aldea que veo me sorprende un poco al ver esos tejados de pajas y hierbas, pero como también veo techos de chapa y paredes de plástico imagino que  esta debe ser una zona pobre y eso explica que se utilicen pajas y hierbas. A la orilla del río hay unas canoas de madera, de esas que se hacen vaciando un tronco de árbol, como las que tenían los indígenas en  las películas. Y lo que hay en los alrededores de esta pequeña aldea es mucha suciedad en forma de plásticos. Bueno, es una primera impresión y esto lo tomo como un pequeño poblado de gente pobre que no tiene ni luz eléctrica, pues no hay cables por ningún sitio.
           Y continuamos avanzando y nuestro autobús para en un poblado en el que la visita está programada: nos sale a recibir el jefe del poblado, que nos va a explicar unas cuantas cosas, y sobre todo salen niños, muchos niños, me imagino que todos los niños que viven allí.
           Son niños con caras preciosas, con ojos de asombro, con restos de mocos en las narices, con los pies descalzos, con los pies y las piernas muy sucias  y con ropa no muy limpia.
          Sobre todo hay niños pequeños, hay muy pocos que ya sean mayorcitos. Los pocos que hay, tanto si son niños o niñas, llevan a sus hermanos pequeñitos a la espalda, sujetos con un pañuelo grande. Algunos se turnan en llevar el pequeño a la espalda, otros no. Y los pequeños parecen estar tan a gustito, van dormidos o mirando todo, pero ninguno llora.
            Y los niños miran y miran y veo que no tienen juguetes. Solamente hay una niña que tiene una pequeña muñeca de trapo; los niños no tiene ni una pelota; juegan con ruedas o con lo que se les ocurra, la verdad es que a los niños no les hacen falta juguetes para jugar.
           Y aquí no hay cabañas con chapas, aquí todas son grandes cabañas con paredes de barro y grandes techos cónicos o a dos aguas de hierbas secas.
            Y estas cabañas están en medio de una naturaleza exuberante,  llena de árboles gigantescos, altísimos, de copas grandes y tupidas, de troncos retorcidos y atormentados, de troncos lisos y de troncos que parecen llenos de contrafuertes que hacen que estos árboles sean como eternos. Estos son los poblados africanos de siempre. Parece que el África de mi niñez sigue viva, sigue existiendo.
          Y ya todo será un rosario de pequeños poblados o zonas pobladas con casas diseminadas a lo largo de caminos de tierra. De vez en cuando hay una pequeña agrupación de cabañas con paredes de barro y techos de paja o de chapa.
            Estas cabañas son muy grandes y no tienen ventanas al exterior. Solo veo mujeres y niños; las mujeres hacen sus tareas, y como llevan unos vestidos de colores muy vistosos, destacan mucho en todas partes.
          De vez en cuando se ve alguna casa o edificio de la época colonial, pero están abandonados y semi destruidos.
          Hay una iglesia abandonada, que debió ser de los colonos franceses y que ya nadie visita.
          Y como contrapunto a estas edificaciones humanas hay grandes montones de tierra, que en realidad son termiteros; es la primera vez en mi vida que los veo.
            La naturaleza es espléndida. Arboles enormes, gigantescos, con unos troncos retorcidos, llenos de lianas, con enormes frutos.  Sonidos de pájaros como los que se escuchan en los documentales sobre la selva, lo que me recuerda que estamos casi en ella, la selva ecuatorial comienza unos cientos de kilómetros más al sur.
         Se ven fugazmente pájaros de colores bellísimos; hay una luz especial, una luz que casi debe ser la luz ecuatorial. Y hace calor para mí y para los que hemos venido del invierno español, pero para ellos, para los indígenas no hace mucho calor pues bastantes de ellos llevan jerséis y cazadoras; los niños pequeños llevan gorritos de lana.
             Y todos los niños son  preciosos; son unos niños alegres, con una gran cara de felicidad, que juegan y se mueven libremente. Todos son niños pequeños de 5 ó 6 años y aún más pequeños,  pues a los 10 u 11 años ya son mayores y ya tienen que ayudar en casa. Son niños que se acercan sin miedo y sin recelos y que me piden que les haga una foto y luego que se la enseñe, y cuando se ven se ríen de verse allí. ¡Son tan bonitos los niños en todas partes!
          Son niños que juegan a tirar piedras, a subir a los árboles, son niños que parecen ser libres. Y cuando veo a estos niños me acuerdo de Juan Jacobo Rousseau, el ilustrado que hablaba de educar a los niños en la naturaleza.
          No sé cómo se educará a estos niños, pero parece que gozan de una gran libertad y que son muy felices pues tienen el cariño de sus padres y comida, las dos cosas necesarias y suficientes para que un niño sea feliz.
          Unas barcas preciosas nos llevan por el manglar, viendo delfines, águilas pescadoras y mil pájaros más, hasta la isla de Carabanne.
            Pero no nos lleva hasta la misma orilla, nos deja un poco alejados porque pega en el fondo y nosotros tenemos que llegar andando por el mar hasta el hotel. Ellos, los indígenas tienen que hacer lo mismo cuando embarcan o desembarcan.
           Nunca me imaginé que tuviese que hacer esto. Esto solo lo imaginaba para las películas de piratas cuando desembarcaban en una isla desierta para enterrar sus tesoros. ¡Otra vez los recuerdos y las imágenes de las películas!
           Esta isla y otra próxima que también visitamos  me parecen maravillosas. Son como un paraíso perdido. Así me imaginaba las tierras vírgenes y las islas a las que se fue Gaugin huyendo de la civilización buscando unas islas vírgenes donde los hombres fueran buenos y felices, que fueran “el buen salvaje” del que se ha hablado en tantas ocasiones.
           Aquí no hay electricidad (la del hotel la produce un pequeño generador); aquí no hay televisores, ni se ve a la gente con teléfonos móviles; ni con periódicos, ni con nada de lo que ya es habitual en nuestro mundo occidental. Aquí las mujeres muelen los granos para hacer harina y comida tal como he visto siempre en documentales: de pie y con largos palos que levantan una y otra vez para machacar los granos en un gran mortero de madera.
            Por todas partes hay árboles enormes, espectaculares de los que solo recuerdo ya el nombre de los boabads,  palmeras y cocoteros,  y hay una vegetación que todo lo invade, que enseguida se apodera de todo, hay restos de edificios cubiertos como de raíces o de troncos de plantas trepadoras.

           De lo que hicieron los franceses poco queda, y eso que no se fueron hace tanto tiempo. Veo algo que me resulta cómico: ¡una iglesia de estilo normando!  Y digo yo: ¿No se le ocurriría al arquitecto diseñar una iglesia con un estilo que tuviese algo que ver con África?   

         El tiempo pasa lentamente paseando y mirando todo en estas islas paradisiacas. Las cabañas tienen las paredes de palos, y el viento pasa casi libremente entre ellas, así hace menos calor.
            Por dentro hay muy poco que ver, apenas hay muebles, unos sencillos camastros, cuatro cacharros y poco más. Y cuando veo esto no puedo evitar preguntarme sobre las necesidades que nos hemos creado los occidentales, los países ricos. Estas personas no tienen pinta de infelices, son amables, alegres, cordiales y cuando pienso en nosotros, en los civilizados, en los cultos, en los ricos, no me parece que tengamos más amabilidad ni más alegría; y aquí, quiera o no, pienso en el tener y en el ser.
            Estos viajes a estos sitios me sirven muchísimo para pensar, para reflexionar. Y mientras pienso alguna de estas cosas sigo mirando y alternando mis pensamientos con mis sensaciones visuales, auditivas y olfativas.
           Algunas cabañas tienes las  paredes coloreadas con motivos geométricos; algunos techos terminan en una especie de moño o de cola de caballo solo que en vertical.
          Todo me asombra, todo me parece muy bonito. No me imaginaba que África pudiera ser así. Esto es estar en otro mundo, en otra época y en otra realidad.
           La vida parece que transcurre plácidamente, tranquilamente, sin prisas. Un hombre hace una canoa vaciando un tronco de árbol.
           Unos niños juegan con un futbolín que se han hecho con una caja de cartón (imagino que el futbolín lo habrán visto cuando hayan ido con sus padres a una ciudad o lugar más grande que éste) mientras la niña que lleva el cubo de agua les mira.
            Las mujeres y hombres van de un lugar a otro. Hoy hay un mini mercadillo pues solo es un hombre que vende ropa y cuatro cacharros más.
            La sombra de unos árboles enormes es el lugar ideal para colocarse y las mujeres y hombres cogen y miran y remiran la ropa antes de decidirse a comprarla; en esto las mujeres africanas son iguales que las occidentales.
             No me canso de mirar y admirar los árboles. Son árboles enormes, majestuosos, como no los hay en Europa. Hay boabads de troncos gigantescos y estos hombres hacen sus casas junto a ellos, como buscando su protección.
          Y junto a los boabads me sorprenden estas plantas trepadoras que envuelven los árboles y parece que los asfixian, que los ahogan.

            En la isla que está enfrente de Carabanne se dedican más a la pesca. Salan y secan los peces al sol y así los consumen. Ellos no tienen frigoríficos, pero tampoco pueden desperdiciar la comida.
           Aquí también los niños parecen vagar libremente de un sitio para otro. Estos niños tampoco tienen juguetes, por lo menos no se les ven. Y en estas situaciones vuelvo a pensar en todo lo que tenemos, utilizamos y desperdiciamos los occidentales. Con lo que nosotros tiramos estos niños serían felices y muchos mayores tendrían cubiertas bastantes de sus necesidades.
            La luz de la tarde hace que esta isla me parezca aún más bucólica y paradisiaca que la anterior. Los poblados que visitamos están junto a grandes lagos o estanques; las cabañas son muy grandes y los gallos y gallinas andan por el poblado como por casa.

          Unas mujeres charlan a la luz del atardecer y la luz hace que la  escena sea preciosa.
           Uno de mis compañeros se entiende muy bien con los niños, les enseña a tocar las palmas y canciones cortísimas y ellos rápido aprenden y se ríen y nos despiden con aplausos ¡son tan bonitos los niños!
           El atardecer hace todo más bonito, el campo se llena de una luz maravillosa, y los hombres que pescan echando su red a mano son como visiones de otro mundo. Todo es de otro mundo, ¿pero en realidad esto no es otro mundo?

          Y despedimos estas islas y vamos hacia poblados del interior, pero para irnos tenemos que mojarnos otra vez hasta las rodillas, la ventaja es que así vamos más limpios.
            Y a la entrada de la aldea están estos árboles magníficos, son los más grandes de todo Senegal. Ya no recuerdo su edad, pero es mucha.
           Y esta cabaña es muy peculiar: todo el cono del centro está hacia abajo para recoger el agua de lluvia en un depósito que hay en el patio central, no tiene ninguna ventana al exterior y solo tiene una puerta.
            En esta cabaña, que es la última que queda en toda la región,  estaban las mujeres y las niñas y no tenían que salir ni a por agua, con lo que estaban protegidas de los asaltos de las tribus vecinas; asaltos que se hacían para cazar mujeres en edad de procrear o niñas. ¿El motivo? Refrescar sangre y evitar las taras debidas a la consanguinidad. Lo extraño es que no se les ocurriese hacerlo de forma pacífica, casándose con personas de los poblados cercanos, tal como se hacía en España.
          Y este es de los pocos sitios en los que hay casas de dos pisos. Son casas de clara influencia occidental.
 
            Su interior y su mobiliario no puede ser más sencillo y más espartano: camas con mosquitera, sin armarios para la ropa, ni coquetas, ni espejos, ni cuadros; y cocinas con una mesa y dos bancos para sentarse a comer y una pequeña cocina para guisar; aquí no hay neveras, ni armarios de cocina, ni hornos. ¡Y seguro que por eso no son más infelices! ¡A lo mejor resultan que hasta ni  les hacen falta!
           Unos jovencitos (no creo que tengan más de 12 ó 13 años) sacan agua del pozo, un pozo que tiene peces. Les pregunto que para qué sirve esa agua y sorprendidos dicen que para todo: para beber, para lavar, para cocinar. Cuando les digo que cómo la beben teniendo peces ellos me afirman que porque tiene peces se puede beber y está buena; si estuviese mala los peces se morirían. Pensándolo bien es un buen razonamiento, pero una de mis compañeras me comenta que ella no bebería nunca esa agua llena del pis y de la caca de los peces.
           En el interior del tejado de las casas están durmiendo los zorros voladores, unos murciélagos que comen fruta. Ya los había visto volando en el jardín de un hotel y me habían parecido enormes. Ahora que los veo con las alas plegadas no me lo parecen tanto.
           Quizá sea por la influencia occidental pero estas casas tienen más ventanas, más tejados con chapas que las que he visto en otros sitios, además de otra estructura más diferente, más europea.
 
        En este poblado hay una pequeña tienda en la que venden de todo, es como una de aquellas tiendas que había en los pueblitos españoles que eran como un Corte Inglés en pequeñito.
        Estas dos niñas me parecen preciosas, la mayor con esa blancura en sus ojos que tanto resalta, y la pequeñita con esos ojos claritos y su cabeza llena de moñitos y lo seria que me mira, pero como está con su hermana no llora.
           Este poblado es de religión animista. En muchas casas hay fetiches para protejan de todo mal a los habitantes de la misma.
           El de arriba  es el fetiche que protege a todo el pueblo y que en caso de peligro avisará al chamán para que dé la voz de alarma sobre lo que se avecina y al pueblo no le pase nada. De esta manera todo el pueblo está en manos del chamán. Pero el fetiche es todo: las medio figuras de barro que hay debajo del pequeño cobertizo, los hierros del suelo, los palos, las cazuelas al revés, las plumas atadas a un palo, etc. Y ese montón de pucheros es el fetiche familiar de una gran familia. A los fetiches nadie les toca ni nadie les hace nada, ni siquiera los niños.
Nos vamos y los niños nos despiden. Aquí no se da nada a los niños, pues los mayores se lo quitarían a los pequeños. Se le da al jefe del poblado y él lo reparte, y a ningún niño se le ocurre quitar nada a otro que le haya dado el jefe. Esto es respetar a la autoridad.
           A la mañana siguiente abandonamos definitivamente la Casamance y nos dirigimos hacia el norte. Estamos atravesando los manglares cuando sale el sol. La vista no puede ser más bonita.
           Ahora por la mañana hace un poco de fresco. Para mí hace muy bueno y no tengo que ponerme jersey ni nada, solo voy con una camisa de manga larga para que no me piquen los mosquitos, pero ellos, los senegaleses, tienen frío a estas horas y en esta época. Los niños han hecho una pequeña hoguera para calentarse, y la tienen que hacer en la calle porque dentro de sus casas no hay chimeneas para salga el humo.
        Ya estamos muy cerca de Gambia, en el límite de la Casamance, y los poblados empiezan a cambiar. Hay unas poquitas  cabañas, muy pocas pues solo se ven 4 ó 5, rodeadas de una empalizada. Esta empalizada sirve para guardar por la noche el poco ganado que tienen, para que no se pierda o no se lo roben, porque animales salvajes que se lo coman ya no hay.
            Vemos unos monos junto a la carretera. Son los únicos que vemos.

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