LA RUTA DE LA SEDA (3) KHIVA
Es 14 de
agosto. Un espeso humo cubre la calle a la salida del hotel en Bukhara. Un
hombre está quemando las hojas caídas en el jardincillo de enfrente. Las madrasas
del otro lado de la calle se ven borrosas. No puedo echarles un último vistazo.
Las veré en el recuerdo.
Y empieza
el largo camino a Khiva. Enseguida comienza el desierto rojo, el desierto de
Kizilkum. Llanura enorme, inacabable y llena de matorrales. De muy tarde en
tarde se ve un rebaño de ovejas y cabras.
Paramos en la primera yurta que vemos.
Una niña y un niño salen a recibirnos. Una pequeña construcción sirve de
cocina. En la yurta viven los padres, los niños y la abuela. Y viendo a estas
personas aquí, en medio de la nada, me hago un montón de preguntas: ¿qué
sentido tiene para ellos la vida? ¿qué les pareceremos nosotros? ¿toleraríamos
que unos extraños nos fotografiasen y se asomasen a nuestra casa? ¿tendrán
tiempo libre? ¿cómo lo emplearán? ¿con qué se entretendrán? ¿a qué jugarán los
niños? ¿con qué…? Y todas estas preguntas me llevan a hacerme otras sobre mi
vida, sobre su sentido, sobre el sentido del tener y sobre el sentido del ser.
Quizá sea este el valor de estos viajes: las reflexiones que me obligan a hacer
y los planteamientos que me obligan a reconsiderar.
Un poco
más allá un lagarto clarito busca la sombra de los matorrales. Se deja acercar
mucho, pero al intentar cogerle huye veloz.
El río Amur Daria aparece enorme,
anchísimo, pero no hay ni árboles en sus orillas. Un poco más allá los canales
de regadío convierten el desierto en un vergel todo lleno de plantas y árboles.
Y así, sin darme cuenta llego a Khiva,
frente a las murallas de Khiva. Subo a las murallas y contemplo la puesta de
sol. Los minaretes y otros edificios adquieren un bello color rosado.
Mañana
veré detenidamente los monumentos de la antigua Khiva.
15
de agosto por la mañana temprano. Una mujer y un chiquillo están con su cabra
al borde de la carretera.
Un poco más allá unos hombres sacrifican una oveja
bajo los árboles en dirección a la Meca. Al
fondo de una calleja surge poderoso un minarete.
Enseguida entramos en el recinto
amurallado. La gran torre de Khiva se choca con nosotros. Sus colores son fragmentos
de distintos trozos de cielo a distintas horas del día. Khiva es como un
suspiro. Es como el último suspiro de un soñador. De un soñador que quisiera
hacer revivir el mundo de las mil y una noches.
Khiva tal como se ve hoy es de
los siglos XVIII y XIX, pero recoge todo lo fantástico y mágico de épocas
anteriores; Palacios con patios llenos
de azulejos y columnas de madera de olmo traídas de las montañas del sur,
techos decorados de mil y un colores.
Torres y altas terrazas desde las que se
domina toda la ciudad y desde las que se ve la casa, la ventana o la terraza de
la amada o del amado, o desde la que se envía o se recibe la paloma mensajera
con las notas anheladas.
Madrasas con fachadas de mil y un
azulejos donde estudiar era la ocupación
de gran parte de la población pues el número de madrasas es enorme.
Minaretes de mil y una formas y mil y un
colores. Minaretes que son como faros para orientar al viajero en la ciudad a
la vez que son un elemento decorativo
urbano de primerísimo orden.
Puertas labradas de mil y una maneras
diferentes, pero todas ellas labradas con mimo, con cariño, con ilusión, en un
intento de que la belleza empiece a la entrada de la casa y de que el paseante
o viajero se asombre con la belleza de esas mil y una puertas.
Palacio del último Kan con patios llenos
de azulejos, donde hoy en día, como para darle vida, como para que no se olvide
su antiguo esplendor, varios músicos ensayan su música y varias mujeres tejen
no sé qué. Palacio que aún conserva el edificio del harem, que es una autentica
jaula de oro, pero jaula al fin y al cabo, con las ventanas hechas para que ni
la vista pueda pasar de fuera adentro. Sólo el aire, la luz y el Kan podían
pasar.
Mezquitas
antiguas, llenas de columnas de madera. Mezquitas oscuras, donde no hay nada
que distraiga o de la oración, o de la lectura o de la meditación. Mezquitas
que sin querer me hacen recordar a la de Córdoba por lo de las columnas, aunque
el parecido es nulo.
Mercado junto a las murallas. Mercado de
todo. De frutas y verduras: pimientos, guindillas, berenjenas, melones,
calabazas, manzanas; de pajaritos; de productos de belleza; de galletas; de
ropa; de material escolar; de… de todo.
Ancianos
que parecen sacados de las ilustraciones de los cuentos que leía de niño y de
jovencito, ancianos con barba y turbante, ancianos con cara amable y risueña.
Y luego la calle. Calle con gente que va
y viene, vendedores ambulantes ciegos que piden limosna, gente que habla, y
todo ello con un decorado de cúpulas, de minaretes, de puertas de madrasas, de
murallas, de arcos y de los colores de la ropa de la gente.
La cúpula del mausoleo y tumba de
Pahlavon Mahmud destaca desde lejos. Por dentro es un lujo de azulejos entre
los espacios lujosos donde los haya. Lugar imponente porque impone solemnidad,
respeto, silencio y paz. Y junto a la gran tumba hay otras de familiares. Y todas disfrutan del mismo ambiente
de solemnidad, respeto, silencio y paz. Es como si al igual que todo lo
compartieron en vida igual comparten todo en la muerte. Este es un edificio
vivo para albergar a unos muertos.
Mi
estancia en Khiva ha terminado. Recorro las últimas callejas camino del hotel.
Esta tarde volamos a Tashkent. Y aquí me pregunto ¿Y no es todo este mundo como
una gran ilusión? ¿Y no es todo este mundo como un suspiro del mundo de las mil
y una noches? ¿De un mundo que se acaba y ya no volverá? ¿O quizá este mundo
existía desde siempre y para siempre y las mil y una noches no son más que un
suspiro de este mundo?
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