LIBIA (7) – Las
zonas mixtas.
Aquí, en el desierto de Libia hay zonas que no
sé como definir. No son zonas muy montañosas, tampoco son llanuras totales. Son
zonas con llanuras enormes pero en unos de sus bordes se alza una montaña, o
son zonas medio rocosas con dunas por el medio, o son…son lo que yo llamo zonas
mixtas. Zonas que tienen de todo y que siempre tienen el encanto y la
grandiosidad del desierto. Son zonas tremendamente variadas.
Una llanura enorme, con un suelo firme y liso
que parece que lo ha compactado una apisonadora, suelo de color gris, y en uno
de sus bordes se levanta, se yergue de repente, un cerro con otros colores, con
otras rocas; y de fondo un cielo rabiosamente azul. Esto es lo que yo llamo una
zona mixta.
Una llanura que no es
llanura, que está llena de matorrales sobre cuya base se apoya la arena, y
entre los matorrales como costras de tierra, como si aquello fuese una charca
que se ha secado; y la llanura se acaba por allí lejos, pues allí lejos se
levantan unos cerros altos, muy altos, con la parte superior plana. Esto es lo
que yo llamo una zona mixta.
Montañas de enormes
paredes, y torreones que surgen por aquí y por allá, cuya silueta al amanecer
parece la de los Dolomitas, y que veo desde altas dunas. Una llanura salpicada
de acacias nos separan. Esas montañas son los Akakus.
Al
amanecer las dunas tienen un precioso color dorado. Las montañas cogen mil
colores. Estas también parecen los Dolomitas, y como ellas también tienen leyendas, pero leyendas de
tragedias que ocurrieron por intentar encontrar un tesoro guardado allí por los
garamantes.
Pero esas montañas ya no son el Akakus, es un macizo aislado y
relativamente pequeño que no recuerdo como se llama.
En
el Tasili de Miguidet todo son rocas, rocas grandes, altas, erosionadas por el
viento y la arena y que tienen mil formas a cual más caprichosa.
Todo el Tasili
es como la piel de un gigantesco erizo cuyas púas son rocas. El suelo está
lleno de arena, arena que a veces se amontona contra unas rocas y crea bellos
contrastes entre el dorado de la arena y el color oscuro de las rocas.
Al
atardecer y al amanecer, cuando el sol da muy inclinado a las rocas, éstas adquieren
unos bellísimos tonos dorados, malvas, violetas; y el cielo se pone de un color
azul rabioso (es como se me ocurre llamar a ese azul, que no es un azul,
sino toda una gama que va de un azul
oscuro del cielo casi nocturno al anaranjado del amanecer).
Y fuera de allí, en
otro lugar camino de ninguna parte, las rocas son mas duras y no tienen como
costras, pero hay enormes cavidades en las que hace unos miles de años grabaron
la silueta de animales.
Y camino del Akakus o
ya dentro de él, pues no sé bien sus límites, hay rocas enormes, de mil
caprichosas formas, esculpidas por el viento y la arena. Formas que parecen
caras, que parecen extrañas siluetas como la del Maneken Pis de Bruselas.
Y
toda la zona está alfombrada de arena y de acacias, y de unas plantas de hojas
grandes y duras, tan duras que ni los dromedarios se las comen. Aka me dijo
como se llamaban, pero no lo apunté y se me ha olvidado.
Y la arena amontonada
contra las altas rocas, y las acacias, y las plantas, forman unos conjuntos
preciosos. Antes de conocer el desierto
no me lo imaginaba así, tenía la idea de lo que había visto en las películas:
arena y sólo arena. Pero este paisaje desértico es bellísimo por la variedad de
formas, de colores y de luces y sombras que se acrecientan al atardecer y
amanecer. Cuando caminas en una dirección se ve la arena, y las rocas, y el
verdor de las plantas, de unos colores; cuando la dirección es otra y cambia el
ángulo en que les da el sol todo lo anterior se transforma. Y así, andar por el
desierto es un permanente descubrimiento, una permanente sorpresa y un
permanente gozo para la vista. Y a este gozo visual se une el gozo del silencio
y de la soledad.
Los
amaneceres y los atardeceres son un milagro cada día. ¡Qué luz y qué
variaciones de colorido! El cielo se pone de mil colores brillantes y en quince
minutos ha cambiado totalmente; y el suelo y la arena adquieren unos tonos
malvas, violetas salpicados de dorados, que no he visto en ningún otro sitio.
Los pequeñísimos matorrales resaltan poderosamente y se ve como siguen unas
líneas, líneas que marcan la dirección o el lugar por donde corre el agua
cuando llueve y que por lo tanto conserva algo más de humedad. Los amaneceres y
atardeceres en el desierto suponen la explosión de la belleza de las pequeñas
cosas, de las cosas menudas y humildes que normal-mente pasan desapercibidas. ¡Qué
paradoja! ¡En el desierto, en el lugar de la inmensidad, se destacan las cosas
pequeñas!
¡Qué
placer llegar a un alto desde el que se divisa una amplia panorámica! Cuando
paramos busco estos lugares como con ansia, los busco desesperadamente, y los
busco tanto porque en ellos mi alma se recrea, parece que se ensancha, se
tranquiliza y absorbe la grandiosidad que la rodea. En el desierto siento con
más frecuencia lo que he sentido cuando he alcanzado la cima de una montaña,
pero lo que ocurre es que aquí hay más “cimas” que en Gredos, que los Pirineos
o en los Alpes, hay más lugares con los que extasiarse.
Y
de vez en cuando aparecen esos arcos de piedra, enormes, poderosos,
misteriosos, quizá hechos por los mismos espíritus que dibujaron en las
paredes. Todos estos arcos son puntos de referencia, son hitos en el camino del
desierto. Junto a esos arcos uno se siente pequeñito, a mi me da como una
especie de miedo pasar y estar debajo de ellos ¡Mira que si se caen!
Enormes
paredes, y junto a ellas montones de arena que llamamos dunas pero que no lo
son. Y cuando paramos para comer o dormir en un sitio de estos me siento como
en un lugar extraño, por un lado es como si estuviera en la montaña, por otro
en el desierto, y es que emocionalmente no me acaba de entrar que en el
desierto hay montañas y arena juntas.
A veces vamos por una planicie suavemente
ondulada y salpicada de rocas hacia unas montañas altivas y llenas de
torreones, que cada vez están más cerca. Y mi corazón se alegra de encontrar
aquí unas montañas tan bonitas.
Y entramos y entramos por antiguos valles, y
siempre vamos entre altas y verticales paredes, y al final lo único que hacemos
es un recorrido por esa especie de pasillos que entran y salen pero nunca
suben. No subo a las cumbres ni al pie de los altivos torreones, pero el
recorrido es muy bonito.
Y en ocasiones hay una amplia planicie salpicada de
rocas y con montañas en distintos planos. Y en estos lugares me encanta pasear.
Cuando paramos procuro subir a un alto y
encadenarlo con otro para hacer un bucle y volver al punto de partida.
Constantemente me voy parando y mirando en una dirección y en otra para
admirar los maravillosos tonos que adquieren las cosas según la dirección de la
luz.
Y el mismo sitio me parece cálido y cercano con el sol a mis espaldas y
luego me parece lejano, distante y como más frío si el sol me da de cara.
¡Placeres de andar por el desierto! ¡Me encantaría hacer un treking por uno de
estos lugares tan accidentados y tan cambiantes! Así tendría más tiempo para
mirar.
Las
altas planicies en las zonas montañosas del desierto están entre los lugares más hermosos que
conozco: Jordania, Argelia, Libia. ¡Recuerdos que generan ilusiones con las que
soñar!
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