viernes, 1 de mayo de 2020


LIBIA (9) - Los mares de dunas. Los Erg.
         Desde mis primeras lecturas y películas que vi de niño asocié el desierto con las dunas, con la arena. Mi primera visión del desierto de verdad, fue el mar de dunas del gran Erg Oriental en Túnez. He visto después que el desierto no es sólo dunas. Es más, las dunas no es lo que más abunda. Mirando los mapas, leyendo libros sobre el desierto y hablando con viajeros amantes del desierto, he sabido que en Libia abundan las dunas, que aquí hay grandes mares de dunas. Vengo al desierto de Libia a saborear las grandes dunas, a sumergirme en los grandes mares de dunas.


         Mi primera comida en el desierto es en la base de las dunas próximas a Ghat. La llanura, unas acacias y luego las dunas. Subo por ellas.  Había visto en las películas y en fotos que se anda por las crestas. Pronto compruebo que esto es unas veces sí y otras no.


 Que unas veces la arista es compacta y se sube estupendamente y otras es blanda, débil, que se desmorona a cada paso y que es dificultoso subir por ella. Pero subo y subo hasta lo más alto. Las crestas van hacia un lado y hacia otro, van uniendo montones de dunas y suben y bajan a su antojo, bueno, al antojo del viento.


 Y  desde lo más alto de las dunas se ven  u otras dunas o llanuras inmensas o montañas, y siempre el cielo y lo inmenso. Sí, porque aquí, en el desierto es el único lugar donde puedo decir que he visto lo inmenso. 


No encuentro otra palabra para expresar estas visiones. Ha habido veces que desde un alto he visto lo inmenso y he visto el silencio. Ni el viento se oía. Sólo se oía el silencio. Lo inmenso y el silencio. En esos momentos, en esas situaciones, he entendido un poco a aquellos anacoretas que se retiraban a meditar al desierto.


         Casi siempre he estado en las dunas al atardecer y al amanecer. A esas horas mágicas en que la luz cambia rápidamente y los colores y las formas están cambiando a cada instante. Cuando ando por las dunas suelo recorrer pocas distancias. Hago intención de ir deprisa para ir más lejos pero la curiosidad puede conmigo.


         Me paro con frecuencia para mirar hacia un lado, hacia otro y ver la forma de las sombras, la forma de las aristas, las sombras de los matorrales, los colores de la arena.


         A veces me entra como un ansia de ver, de ver que habrá al otro lado, de ver que se verá desde lo más alto de esa duna tan alta. Y subo y subo y mi alma se ensancha con tanta belleza y tanta inmensidad. ¡Qué belleza más simple la de las dunas del desierto, pero que belleza más grande, más intensa!


Siempre me quedo con ganas de estar en lo más alto de esa duna a la que he llegado hasta que se ponga el sol. Si no lo hago es por miedo (o prudencia) a que se me haga de noche antes de llegar al campamento y me pierda. Al final opté por mirar los amaneceres y atardeceres desde un buen oteadero cercano al campamento. Los atardeceres sentado, mirando, sintiendo, pensando levemente, suavemente para no perderme nada de lo que acontecía ante mis ojos. Los amaneceres de pie, moviéndome, tiritando, y llenándome de la hermosura del nuevo día. Los amaneceres y atardeceres son regalos de los dioses, pero como casi todos lo que se nos regala no lo apreciamos.



Aquí, en esta inmensidad, en esta amplitud de cielo he aprendido a mirar hacia donde se oculta o nace el sol y hacia el lado contrario. Hacia el lado contrario aparece toda una gama de azules, malvas y rosas extraordinaria. El cielo está lleno de delicados colores pastel. Son colores dulces, tiernos, agradabilísimos.


Ver los amaneceres y atardeceres en estos mares de dunas es recrearse en los matices de color, en lo cambiante de las formas, en las curvas inverosímiles que trazan algunas aristas, en la sombra de mis pisadas. Yo creo que hasta el alma cambia de color. Se impregna de tanto colorido que todo se ve más bonito. Cuando ya he mirado mucho una gran calma me invade. Dejo de mirar cuando empiezan a aparecer las estrellas. Por las mañanas empiezo a mirar cuando aún hay algunas estrellas. Bueno, la verdad es que no dejo de mirar cuando aparecen las estrellas, entonces me suelo retirar de la luz de la hoguera y miro y miro y veo como todo el cielo se va llenando de estrellas, de miles y millones de estrellas. Nunca he visto tantas estrellas como aquí en el desierto.
Una de las noches que pasamos en las dunas se levantó un vendaval. El viento arrastraba la arena que me golpeaba la cara, las manos, las orejas. Siempre he dormido bajo las estrellas excepto esa noche. El viento parecía que iba a tirar la frágil tienda, pero no, no pudo con ella. La arena entraba por todas partes y caía sobre mi cara. Al final opté por echarme una manta cubriéndome todo y así pude dormir. Por la mañana el viento había cesado, pero todas las cosas del interior de la tienda estaban cubiertas de una capa de arena. La bolsa con mis cosas se había quedado fuera; no tenía arena por encima, sólo la tenía por dentro.


Un erg, un mar de arena. Yo creía que eran montones y montones de dunas, pero no es así. Es una fila de dunas, larga, larguísima a veces, y luego otra fila de dunas separada de la anterior por tierra firme, y luego otra fila, y otra y otra. Y vistas desde el cielo se ven como un gigantesco mar de arena, con olas cuyas crestas son las dunas y cuyos valles son las hondonadas que hay entre medias. Los coches van por esas hondonadas y se recorren kilómetros y kilómetros viendo dunas a uno y otro lado.  Esas olas de arena, esas crestas a veces son muy anchas. En ocasiones he andado deprisa para intentar llegar a la cresta de las dunas y ver el nuevo valle y la nueva ola de dunas, pero no me ha sido posible verlo. La anchura de algunas de esas olas es enorme y cuando parecía que iba a llegar a lo más alto siempre aparecía algo un poco más alto y que estaba un poco más allá.


¡Qué bonitos han sido siempre esos recorridos! Siempre he mirado y mirado los juegos de luces y sombras que se producen en las aristas de arena. Siempre me ha encantado esa luz dorada del atardecer que parecía que iba a incendiar el desierto.


Y si el desierto parecía que se incendiaba al atardecer, al amanecer parecía que se llenaba de misterio. Estrellas que se van apagando, claridades que se van encendiendo, fuegos que se vislumbran en el horizonte. 



¿Qué es lo que va a aparecer? ¿Qué es lo que va a surgir? Misterio. Pero parece que el alma lo adivina, parece que lo vislumbra.


Hoy, en medio del inmenso mar de dunas, surge un pequeño oasis. Un poquito de agua, unas poquitas plantas y unas poquitas palmeras.



 Las palmeras surgen tímidas, como con miedo. Pero me dan una gran sensación de vida, aunque menos que las acacias. El suelo de las palmeras está lleno de dátiles; ya nadie se preocupa de recogerlos, ya no hay suficientes animales como para comérselos todos. Los ratonescos deben estar ratos de comer tanto dátil.

Un hombre vestido de blanco viene rápido hacia mí. Me sobrepasa y rápido sube hacia lo más alto de las dunas. Cuando ya está muy arriba se para, se arrodilla y me parece que se pone a rezar. ¿No habrá suficiente sitio en el desierto para rezar como para tener que subirse allá arriba? ¿Qué tiene de especial ese sitio? Yo no tengo respuestas. Las suyas no las sé pues no pude preguntárselo.


Y aquí, en este pequeño oasis digo adiós a las grandes dunas del desierto, a los grandes mares de arena. Seguiré viendo más desierto, seguiré viendo más dunas, pero ya siempre lo haré desde el coche. Ya no subiré a ninguna de ellas para ver atardecer o para ver que es lo que hay al otro lado. El misterio y el encanto del desierto se acaban.


 Ya volveré más veces para encontrarme con otros encantos y con otros desiertos. El encanto y el misterio continuarán allí.

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