LIBIA (9) - Los mares
de dunas. Los Erg.
Desde mis primeras lecturas y películas
que vi de niño asocié el desierto con las dunas, con la arena. Mi primera
visión del desierto de verdad, fue el mar de dunas del gran Erg Oriental en
Túnez. He visto después que el desierto no es sólo dunas. Es más, las dunas no
es lo que más abunda. Mirando los mapas, leyendo libros sobre el desierto y
hablando con viajeros amantes del desierto, he sabido que en Libia abundan las
dunas, que aquí hay grandes mares de dunas. Vengo al desierto de Libia a
saborear las grandes dunas, a sumergirme en los grandes mares de dunas.
Mi primera comida en el desierto es en
la base de las dunas próximas a Ghat. La llanura, unas acacias y luego las
dunas. Subo por ellas. Había visto en
las películas y en fotos que se anda por las crestas. Pronto compruebo que esto
es unas veces sí y otras no.
Que unas veces la arista es compacta y se sube
estupendamente y otras es blanda, débil, que se desmorona a cada paso y que es
dificultoso subir por ella. Pero subo y subo hasta lo más alto. Las crestas van
hacia un lado y hacia otro, van uniendo montones de dunas y suben y bajan a su
antojo, bueno, al antojo del viento.
Y desde
lo más alto de las dunas se ven u otras
dunas o llanuras inmensas o montañas, y siempre el cielo y lo inmenso. Sí,
porque aquí, en el desierto es el único lugar donde puedo decir que he visto lo
inmenso.
No
encuentro otra palabra para expresar estas visiones. Ha habido veces que desde
un alto he visto lo inmenso y he visto el silencio. Ni el viento se oía. Sólo
se oía el silencio. Lo inmenso y el silencio. En esos momentos, en esas
situaciones, he entendido un poco a aquellos anacoretas que se retiraban a
meditar al desierto.
Casi siempre he estado en las dunas al
atardecer y al amanecer. A esas horas mágicas en que la luz cambia rápidamente
y los colores y las formas están cambiando a cada instante. Cuando ando por las
dunas suelo recorrer pocas distancias. Hago intención de ir deprisa para ir más
lejos pero la curiosidad puede conmigo.
Me paro con frecuencia para mirar hacia
un lado, hacia otro y ver la forma de las sombras, la forma de las aristas, las
sombras de los matorrales, los colores de la arena.
A veces me entra como un ansia de ver,
de ver que habrá al otro lado, de ver que se verá desde lo más alto de esa duna
tan alta. Y subo y subo y mi alma se ensancha con tanta belleza y tanta
inmensidad. ¡Qué belleza más simple la de las dunas del desierto, pero que
belleza más grande, más intensa!
Siempre
me quedo con ganas de estar en lo más alto de esa duna a la que he llegado
hasta que se ponga el sol. Si no lo hago es por miedo (o prudencia) a que se me
haga de noche antes de llegar al campamento y me pierda. Al final opté por
mirar los amaneceres y atardeceres desde un buen oteadero cercano al campamento.
Los atardeceres sentado, mirando, sintiendo, pensando levemente, suavemente
para no perderme nada de lo que acontecía ante mis ojos. Los amaneceres de pie,
moviéndome, tiritando, y llenándome de la hermosura del nuevo día. Los
amaneceres y atardeceres son regalos de los dioses, pero como casi todos lo que
se nos regala no lo apreciamos.
Aquí,
en esta inmensidad, en esta amplitud de cielo he aprendido a mirar hacia donde
se oculta o nace el sol y hacia el lado contrario. Hacia el lado contrario
aparece toda una gama de azules, malvas y rosas extraordinaria. El cielo está
lleno de delicados colores pastel. Son colores dulces, tiernos,
agradabilísimos.
Ver
los amaneceres y atardeceres en estos mares de dunas es recrearse en los
matices de color, en lo cambiante de las formas, en las curvas inverosímiles
que trazan algunas aristas, en la sombra de mis pisadas. Yo creo que hasta el
alma cambia de color. Se impregna de tanto colorido que todo se ve más bonito.
Cuando ya he mirado mucho una gran calma me invade. Dejo de mirar cuando
empiezan a aparecer las estrellas. Por las mañanas empiezo a mirar cuando aún
hay algunas estrellas. Bueno, la verdad es que no dejo de mirar cuando aparecen
las estrellas, entonces me suelo retirar de la luz de la hoguera y miro y miro
y veo como todo el cielo se va llenando de estrellas, de miles y millones de
estrellas. Nunca he visto tantas estrellas como aquí en el desierto.
Una
de las noches que pasamos en las dunas se levantó un vendaval. El viento
arrastraba la arena que me golpeaba la cara, las manos, las orejas. Siempre he
dormido bajo las estrellas excepto esa noche. El viento parecía que iba a tirar
la frágil tienda, pero no, no pudo con ella. La arena entraba por todas partes
y caía sobre mi cara. Al final opté por echarme una manta cubriéndome todo y
así pude dormir. Por la mañana el viento había cesado, pero todas las cosas del
interior de la tienda estaban cubiertas de una capa de arena. La bolsa con mis
cosas se había quedado fuera; no tenía arena por encima, sólo la tenía por
dentro.
Un
erg, un mar de arena. Yo creía que eran montones y montones de dunas, pero no
es así. Es una fila de dunas, larga, larguísima a veces, y luego otra fila de
dunas separada de la anterior por tierra firme, y luego otra fila, y otra y
otra. Y vistas desde el cielo se ven como un gigantesco mar de arena, con olas
cuyas crestas son las dunas y cuyos valles son las hondonadas que hay entre
medias. Los coches van por esas hondonadas y se recorren kilómetros y
kilómetros viendo dunas a uno y otro lado. Esas olas de arena, esas crestas a veces son
muy anchas. En ocasiones he andado deprisa para intentar llegar a la cresta de
las dunas y ver el nuevo valle y la nueva ola de dunas, pero no me ha sido
posible verlo. La anchura de algunas de esas olas es enorme y cuando parecía
que iba a llegar a lo más alto siempre aparecía algo un poco más alto y que
estaba un poco más allá.
¡Qué
bonitos han sido siempre esos recorridos! Siempre he mirado y mirado los juegos
de luces y sombras que se producen en las aristas de arena. Siempre me ha
encantado esa luz dorada del atardecer que parecía que iba a incendiar el
desierto.
Y
si el desierto parecía que se incendiaba al atardecer, al amanecer parecía que
se llenaba de misterio. Estrellas que se van apagando, claridades que se van
encendiendo, fuegos que se vislumbran en el horizonte.
¿Qué es lo que va a aparecer? ¿Qué es lo que
va a surgir? Misterio. Pero parece que el alma lo adivina, parece que lo vislumbra.
Hoy,
en medio del inmenso mar de dunas, surge un pequeño oasis. Un poquito de agua,
unas poquitas plantas y unas poquitas palmeras.
Las palmeras surgen tímidas,
como con miedo. Pero me dan una gran sensación de vida, aunque menos que las
acacias. El suelo de las palmeras está lleno de dátiles; ya nadie se preocupa
de recogerlos, ya no hay suficientes animales como para comérselos todos. Los
ratonescos deben estar ratos de comer tanto dátil.
Un
hombre vestido de blanco viene rápido hacia mí. Me sobrepasa y rápido sube
hacia lo más alto de las dunas. Cuando ya está muy arriba se para, se arrodilla
y me parece que se pone a rezar. ¿No habrá suficiente sitio en el desierto para
rezar como para tener que subirse allá arriba? ¿Qué tiene de especial ese
sitio? Yo no tengo respuestas. Las suyas no las sé pues no pude preguntárselo.
Y
aquí, en este pequeño oasis digo adiós a las grandes dunas del desierto, a los
grandes mares de arena. Seguiré viendo más desierto, seguiré viendo más dunas,
pero ya siempre lo haré desde el coche. Ya no subiré a ninguna de ellas para
ver atardecer o para ver que es lo que hay al otro lado. El misterio y el
encanto del desierto se acaban.
Ya volveré más veces para encontrarme con otros
encantos y con otros desiertos. El encanto y el misterio continuarán allí.
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