martes, 20 de febrero de 2018


ROMA (1)
 
 
         Por la tarde estoy en Roma. Visito el Coliseo, el Foro Romano y el Palatino. Ahora que ya han cerrado, sentado frente al arco de Constantino, me paro a descansar. Casi todo son ruinas y la verdad es que no me gustan, no me dicen nada. Serán muy interesantes para los arqueólogos intentar reconstruir las formas de vida de otras épocas a partir de estos restos, pero a mi no me interesan.

 
 
           De todo aquel lujo, de todo aquel esplendor, quedan unas columnas por aquí y por allá, unos muros de ladrillo y relieves en los arcos de triunfo.
 
 
 Los relieves están muy deteriorados, pero aún se ven hombres encadenados y el botín conseguido. ¡Qué cabrones somos los humanos! Aun teniendo de sobra para vivir, atacamos a otros pueblos, les quitamos sus riquezas, les hacemos nuestros vasallos y les obligamos a pagar tributos.
 
 
 Pero el tiempo lo arregla todo. Hasta las putadas se acaban. Porque ¿qué queda de todas aquellas conquistas, de tanto dolor, de tanta destrucción? Nada. Todo se acabó. Sólo queda el recuerdo porque se escribió.
 
         Los turistas han ido desapareciendo. Aún queda algún vendedor de pañuelos y collares que se los ofrece a los turistas que pasan. Una chica luce una espléndida pamela, otra una graciosa minifalda, otra un generoso escote. Unos chicos van con aspecto de cansados. Se sientan cerca de donde estoy.

         Las estatuas de la parte superior del arco de Constantino tienen un aspecto grave, serio, meditabundo. No sé que pensarán. Quizá desde donde están y desde hace XX siglos, estén viendo siempre las mismas cosas, aunque con diferentes decorados. Y entonces ¿qué mejor hacer que seguir mirando y hablar de cómo las personas que pasan ahora, en el fondo, son las mismas que las de los últimos XX siglos? ¡Ah, ya caigo! ¡Si a Roma la llaman la ciudad eterna! ¿Por qué será? Quizá las estatuas de la parte superior del arco de Constantino tengan la respuesta. 

 
         Hoy voy a los museos vaticanos. Hay arte griego y romano por doquier. Estatuas y más estatuas. Muchas están consideradas obras maestras y no sé por qué.  Y aquí me vuelvo a cuestionar la calidad del arte. ¿Por qué una estatua del siglo IV a.C que exprese cansancio es una obra maestra?

 
         Todo este arte, heredero del griego, se produce debido a la gran riqueza de Roma, riqueza basada en la conquista y sometimiento de otros pueblos. Aquel sufrimiento pasó, los desastres y las matanzas se olvidaron. Quedó el arte. ¿Mereció la pena?

 
Pasan grupos de adolescentes protestando que no quieren ver más, que quieren ir a la calle.

     - Sólo vemos la capilla Sixtina y nos vamos, dice la profe.

         - Yo paso de ver ese rollo, prefiero irme ya.

         Y digo yo, ¿para qué traerán a estos jovencitos aquí?

 
         Las estancias de Rafael son preciosas. Frescos de una gran belleza, gran luz y magnífica composición. En el fresco de la prisión de S. Pedro hay tres clases de luz; la de la luna, la de la antorcha y la del ángel. Todo un derroche de imaginación y de arte.

         La capilla Sixtina es asombrosa. Y asombra la mires por donde la mires. El techo es una maravilla de composición, de color, de alegría; es la alegría de la creación. Hay que ser muy bueno para hacer una cosa así. Y luego el Juicio Final. Trágico, patético. Quizá representa la justicia o la ira de Dios; no lo sé, pero está muy lejos del amor de Dios que pregona hoy la alta jerarquía eclesiástica: “El Juicio Final será la gran exaltación del amor de Dios. Será el triunfo del amor” ¿Cómo se puede cambiar tanto en unos años en algo tan fundamental?

         Y además están las composiciones de la parte media. Esos frescos alegres, luminosos de Boticelli, Perugino, Pinturicchio, etc. ¡Qué bonita es la capilla Sixtina! El esplendor y el ocaso del Renacimiento están en esta gran sala.  Y menos mal que estas grandes obras no están sustentadas en el sufrimiento y dolor humanos.

         Todo está lleno de gente. Una niña pequeña, sentada en su silla, se coge su falda, la hace un rebujito en una mano y se chupa el dedo gordo de la otra y se pone a dormir. Su barriguita queda al aire. La niña está preciosa. No me atrevía a hacerla una foto. Me recordó a Moncho con sus pañuelos.

       La iglesia de San Pedro es la grandiosidad y magnificencia de Dios. Es el esplendor de la grandeza de Dios. Todo es lujo, todo es magnificencia, y encima una buena luz. ¡Qué tumbas las de los papas! ¡Y eso que creían en la inmortalidad y en la otra vida! ¡Qué lujo! ¿Qué diría el jefe si lo viera?
      
 
   Oigo como un sacerdote hispano dice a otra persona: “El mayor tesoro de la iglesia es la humildad. La iglesia es humilde y el papa es humilde” Ya no le oigo hablar más, pero me quedo asombrado de la diferencia de percepciones que tenemos los humanos y como en el fondo cada uno ve lo que quiere ver. Si este hombre en el Vaticano asocia a la iglesia y al papa con la humildad ¿Qué sería para él manifestación de lujo y pomposidad?

 
El castillo de Sant Angelo es austero, tétrico. Las salas lujosas son pocas y muestran el lujo del renacimiento, que está alejado del lujo barroco. ¡Ah!, y para calabozos hay que ver estos. Son auténticos agujeros.

 
         El barrio de Sant Angelo es el barrio de la Roma lujosa del renacimiento. Era el barrio de los comerciantes, de los banqueros y de la gente rica hasta que a un papa se le ocurrió hacer allí las prisiones, nuevas prisiones para que los presos estuvieran mejor. La idea no era mala pero los ricos no quieren vivir cerca de los presos y se marcharon del barrio, pero allí quedaron sus edificios. Hoy está lleno de gente, de tiendas y de anticuarios. Es un barrio que todavía está vivo.


         Las iglesias son magníficas. Son unas grandes iglesias barrocas y con una magnífica luz. Las fotos son de la Chiesa Nuova. ¡Qué gran efecto produce el buen barroco! ¡He venido a Roma a ver el gran barroco romano y no creo que salga defraudado!

 
         Hoy ya me recojo. La silueta de San Pedro, el puente de Sant Angelo y el Tiber tienen un aspecto bucólico, nostálgico. Me paro un rato para mirar tan preciosa vista. ¡Ah!, y de paso descanso.

         Junto a mi, en el camping, hay dos bellísimas princesas rubias que corren, juegan, se ríen y se pelean, pero tengo la mala suerte de que no son las mías, son holandesas. La más pequeña, la que es como Alicia, se sonríe con cara de pilla cuando veo a su hermana en bragas pues su madre la está cambiando de pantalones.  ¡Qué lenguaje más universal el de los niños!

 
          Nada más salir del metro me encuentro restos de las murallas de Roma. Son murallas pequeñas, como de adorno, porque ¿para qué necesitaba Roma murallas? ¿Quién la iba a atacar?

 
          San Juan de Letrán es enorme, lujosa, con el lujo de gran barroco romano. Hay mucha gente y mucha rezando.

         Cerca de allí está la escalera santa: la escalera por donde subió Jesús cuando fue conducido ante Pilatos, escalera que trajo a Roma la madre de Constantino. Esta escalera la suben los fieles de rodillas. ¡Es el poder de las creencias en estado puro!

 
La iglesia de la Santa Croce de Jerusalén, otra gran iglesia.
 
 
 
Y desde allí continúo andando y paso por Porta Maggiore, Aqua claudia y Templo de Minerva Médica, restos romanos bastante deteriorados pero que aún están llenos de grandeza.

 
         La Plaza Vittorio Enmanuelle es una plaza moderna para la edad de Roma. Esta plaza me recuerda por sus soportales y por la forma de los mismos a las calles y plazas que vi en Turín.

 
         La iglesia de San Prassede, del 822, tiene unos mosaicos preciosos de esa época. Pero ¿por qué los ponían en lugares tan oscuros? ¿Quién los iba a ver y a mirar? ¿Qué devoción podían inspirar? No he encontrado respuesta a estas cuestiones ni a otras parecidas referidas a este lugar o a otros lugares que se encuentran en circunstancias similares.

 
         Y aquí en Roma todo va de reliquias. En esta iglesia se conserva la columna en la que ataron a Cristo. No me extraña que Roma fuera la ciudad santa por excelencia.

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