domingo, 28 de abril de 2019

ESPAÑA: POR EL NORTE Y A ORILLAS DEL MAR  (12)
          En Puerto de Vega, a primera hora de la mañana hay como una tranquilidad melancólica, una tranquilidad de algo que se acaba, de algo que muere: el verano. Casi toda la gente se ha ido, los bares están cerrados, casi todas las tiendas también están cerradas. La gente que vive aquí está sentada tranquilamente o pasea despacio o se entretiene en sus barcas. Toda esta situación, la luz del aire, el paseo junto al mar, todo me recuerda la canción “Melancolí en septiembre” una de mis canciones favoritas.
 
        Hoy el mar está como diferente. Hoy el mar está alegre. Las sirenas y tritones deben estar celebrando una fiesta y nos brindan a los humanos un mar alegre y jubiloso. A veces las olas chocan contra las rocas con furia, con fuerza. Hoy chocan con alegría y salpican alegría.


       En  Castropol las  calles también están medio vacías. Aunque hace sol hay como una especie de neblina.
 Junto al casino, un edificio enorme, una señora me indica amablemente por donde puedo dar un paseo por Castropol. Ella me acompaña durante un buen trecho. Es una señora muy amable.
Todo tiene un aire decadente, nostálgico. Nostálgico de un pasado que pudo ser esplendoroso pero que ha venido a menos. El casino lo construyó un indiano y su gran biblioteca fue de las primeras de Asturias. Los libros se llevaban a los pueblos para prestarlos. Estamos hablando de 1910.

        Castropol está junto a Galicia. La otra orilla de la ría es Galicia. La gente tiene un habla con un claro tono gallego. Las palabras de le gente de aquí son palabras que acarician, aunque no digan nada cariñoso. Son palabras dulces, amables, musicales, cantarinas, alegres. Es la belleza de este lenguaje. La dulzura de la melancolía de septiembre impregna la luz, el aire y yo creo que hasta las calles, los parques y los edificios.
 

Mondoñedo está en fiestas. Como una buena ración de pulpo en un merendero que han puesto en la explanada de la feria. Luego paseo por las calles del casco antiguo. Son calles muy bonitas, con bellos edificios muy bien conservados, pero que por desgracia están todos medio vacíos. Todo el centro está muy  deshabitado, por no haber no hay casi ni bares y  por eso no me puedo tomar ni un café.
La catedral está cerrada y la plaza es un gran aparcamiento. ¡Qué lástima que no hayan encontrado otro sitio mejor para aparcar!


  

           Me voy siguiendo la costa en dirección a Viveiro. Las carreteras están muy mal señalizadas, pues en los paneles de la carretera pone los nombres de las parroquias a las que pertenece la aldea o hacia la parroquia que va la carretera y en el mapa del MOPU pone otros nombres diferentes. Me dejo guiar por mi sentido de la orientación (voy hacia el oeste) y viendo a veces trozos de costa llego a Viveiro.
 

        En Viveiro hay antiguos edificios de piedra y hermosas casas con ventanales y galerías blancas.
 
 Por la parte vieja no hay coches y se anda tranquila y pausadamente. La voz de la gente que pasea y va por la calle contribuye a ese andar sosegado. Es una voz que calma.
 
 Las jóvenes, y muchas no tan jóvenes, lucen generosos escotes y generosas minifaldas que no dan ninguna sensación de melancolía al ambiente. ¡Qué curioso esto de las sensaciones! ¡Cómo varían de un sitio a otro! 
      Aún quedan muchas horas de luz así que aprovecho para irme hasta la Estaca de Vares, la punta más septentrional de España. El paisaje de mar hasta llegar a la punta es bonito, variado y amable.
Hay pequeñas aldeas por aquí y por allá que ponen una nota de color blanco. Y cuando hay estas aldeas blancas, parece que el mar es más brillante, hasta más azul. Posiblemente sea debido a las interacciones de los colores entre sí, o quizá sea debido a que los duendes juegan a hacer las aldeas más bonitas.

        En la punta de la Estaca de Vares el espectáculo es inmenso. Mar y mar, y acantilados y acantilados, y cielo y cielo.

        Las gaviotas suben, bajan, van hacia un lado, hacia otro, y todo sin mover las alas. ¡Eso es volar! Y cansadas de volar se posan en la Estaca de Vares en un recodo al resguardo del viento. Se preparan para dormir. El sonido de las olas las acompañará toda la noche.

        Y para que yo duerma bien toda la noche el cielo me obsequia con una magnífica puesta de sol. No es una puesta de sol tradicional, con el cielo y las nubes dorados.
 
 No, es una puesta de sol gris. Hay una magnífica gama de grises que van cambiando a medida que el sol va bajando y su luz se cuela entre las nubes. ¡Qué espectáculo más bonito el de las puestas de sol!

        Y mirando y mirando me estoy hasta que el sol se oculta.  No tengo ninguna otra cosa mejor que hacer.
 
 
 
 

jueves, 11 de abril de 2019

ESPAÑA: POR EL NORTE Y A ORILLAS DEL MAR  (11)

        Voy de Luarca a Tineo. Voy atravesando un bosque cerrado, oscuro, un bosque por donde hay una luz especialísima que se filtra a través de las hojas y da una sensación de calma, de paz, de misterio y de magia, sí, de magia porque este bosque es mágico.
    
         De vez en cuando hay un claro y se ven pequeñas aldeas de casitas blancas, de casitas como perdidas entre tanto verdor. Y para que aumente la magia y el encanto el valle aparece con nieblas.
        Paso por el bosque de Muniellos pero no me detengo, ya he paseado esta mañana por bosques llenos de luz y de magia.
        Sigo por el Puerto del Connio donde los bosques continúan. El cielo está azul, la visibilidad perfecta, las vistas inmensas. Hay muchas, muchas montañas pero a medida que se avanza hacia el norte, hacia San Antolín de Ibias, se van haciendo más suaves.
          Junto a la carretera, de vez en cuando, hay viejas viviendas con las paredes llenas de musgos y de plantas. 
            Desde el Alto del Acebo las vistas vuelven a ser inmensas. ¡Cómo se recrea la vista en estas inmensidades! ¡Hasta el alma parece que se expande!

      San Esteban de los Buitres es una pequeña aldea perdida entre las montañas. Me produce una gran sensación de soledad, de abandono, de decadencia, como de muerte. Muchas casas están medio derruidas, sólo veo un hombre trabajando en un pequeño huerto. La mayoría de las casas no tienen ni antena de televisión. Aquí ya no vive casi nadie. Los buitres poco deben tener que comer, si acaso de las posibles cacerías que se puedan celebrar por aquí, porque de cadáveres de ganado me parece que poco iban a comer.
        Y entre montañas que cada vez son más bajas, que parece que van muriendo llego a Puerto de Vega, antiguo puerto ballenero y allí paso las últimas horas de la tarde.


jueves, 4 de abril de 2019


ESPAÑA: POR EL NORTE Y A ORILLAS DEL MAR  (10)

            Por la mañana paseo siguiendo la costa desde el cabo de Peñas hacia Avilés.


Todo el tiempo me acompañan el viento, las gaviotas, el sonido del mar y visiones de inmensas playas solitarias, de imponentes acantilados, de olas que se estrellan contra las rocas, de espuma blanca que ocupa enormes extensiones, del  mar lejano, tremendamente azul y de un cielo que titubea entre ser gris o azul, pero que sea como sea siempre me parece bellísimo. 
      Y con estas visiones llego a otra visión, la de Avilés; bueno, mejor dicho a lo que queda de ENSIDESA. Y aquí me encuentro con un joven al que le pregunto como llegar a Llaranes, y con ese pretexto empezamos a hablar y le cuento como de joven trabajé en ENSIDESA en el taller de mecanización y en el de fundición. Pero de eso hace 44 años y ya no queda nada. ENSIDESA se desmanteló y estas chimeneas es lo único que queda de aquello.
           En Llaranes visito la calle monte Rebollín y veo la casa donde viví. Y recuerdo aquellos tiempos, recuerdo el autobús que me llevaba al trabajo, recuerdo las romerías en los prados, recuerdo los paseos con Lidia, recuerdo las charlas con José Luis y con Manolo y recuerdo a la chica de la tasca, a la que le faltaba un diente y que se arreglaba a la hora de comer y cenar, que era cuando íbamos nosotros. Pero aquella vieja tasca ya no está, ha desaparecido como han desaparecido otras muchas cosas. Lo que sí está aún es la  estación, o apeadero,  donde cogíamos el tren hacia Avilés y Salinas o hacia Oviedo.



        Doy un paseo por Avilés y desde allí me voy a la playa de Salinas.
          Paseo por la playa y me voy a la Peñona.
             Hace 44 años que no estaba aquí. El mar, inmenso. Las olas batiendo constantemente.
            Las rocas, las mismas rocas donde nos sentábamos José Luis, Radis, Lidia y yo. El mismo mar, la misma playa. Pero ahora estoy solo. Esperaba… ¿un fantasma?... ¿un sueño?... ¿una ilusión?... ¿un recuerdo? Los sueños, los recuerdos, las ilusiones de hace 44 años se las llevó el viento, el mismo viento que los vio nacer, el mismo viento que ahora mueve las olas al igual que las movía entonces. Todo aquello pasó y en el alma sólo queda como el sueño de un recuerdo, el recuerdo de una ilusión y la ilusión de un recuerdo. Y todo ello acompañado de una dulce melancolía.
 

            Un poquito más allá de la playa de Salinas hay un merendero. Allí, frente a un bellísimo mar azul paro a comer.
 
 Cudillero es uno de los pueblos más bonitos de España. Es chiquito, en cuesta, frente al mar. Está todo recogidito, como en un puño. Es un modelo de cómo aprovechar el terreno. Pasear por Cudillero es meterte en un dédalo de callejitas, y desde casi todas ellas hay  unas vistas preciosas  del mar y de todo el pueblito.

La tarde está radiante. El mar está azul, el cielo también está azul. Y el alma se alegra con tanta luminosidad. En la puerta de algunas casas hay unos pescados colocados en unos palos puestos a secar al sol.
 Son como retazos de mar puestos delante de una puerta. Es como si no tuviesen bastante mar y se quisieran llevar un cachito a su casa.
           Los acantilados de Cabo Vidio son de una altura y de una verticalidad como no he visto nunca. Son un lugar ideal para escalar si la roca fuese más compacta. Las vistas son amplias, dilatadas, enormes. Todo es enorme, todo está como en consonancia: la altura, la verticalidad, el oleaje, la grandiosidad del paisaje.
           Me estoy mucho rato mirando y mirando al tiempo que siento el viento en mi cara y como mi alma se satisface ante tal espectáculo.
           Llego a Luarca al atardecer. Una suave luz, entre rosa y malva, lo envuelve todo. Se encienden las farolas y su reflejo en el agua pone una nota brillante, distintiva y hace que todo parezca más armónico, más bonito. Con esta luz, con esta calma del agua, parece que los barquitos están como descansando, como reponiéndose de las fatigas de estar en alta mar. ¡Qué bien se pasea por la orilla del puerto!

       Unas señoras me recomiendan amablemente  un restaurante para cenar un buen pescado. Sigo sus indicaciones y no me arrepiento de haberlas seguido pues el pescado que ceno es realmente bueno. 

        ¡Y la cena paseada! Y paseo por las calles desiertas y silenciosas de Luarca. Y me asombro ante alguna de esas tiendas en las que venden de todo, tiendas que son como grandes almacenes, en las que lo que falta es espacio para presentar tantas mercancías como tienen. ¡Qué amables me resultan estas  tiendas! Me gustaría entrar y mirar, y mirar cosas; y tocarlas y hablar con el dueño y comprar y comprar por el placer de hacerlo, por el placer de adquirir objetos de uso corriente, de uso casi diario, porque los objetos cotidianos de estas tiendecitas son como muy entrañables, como expuestos con mucho cariño, como traídos hasta aquí por que son necesarios, como traídos hasta aquí para que la gente disfrute de ellos. Son objetos que tienen como ilusión.