lunes, 2 de enero de 2017

FRANCIA: Montpelier - Narbonne
julio 2008.
Es domingo por la mañana temprano, las calles de Montpelier están casi vacías a estas horas.  Montpelier tiene una parte antigua y otra más nueva.


 Primero visito la catedral y su barrio. Es una catedral potente, poderosa. Tiene un cierto aire de fortaleza.


Luego las calles adyacentes con su luz. ¡Qué luz más bonita! Es una luz suave, amorosa, que envuelve las cosas y las hace más suaves, más amables, como más dulces. Es una luz que parece que acaricia las casas y las hojas de los árboles. ¡Es la luz del Mediterráneo! ¿Qué otra cosa podría ser? ¿O quizá sea el encanto de algún hada?


 En una placita veo un vagabundo. Está sentado en un banco fumando una pipa. Tiene una dignidad, una elegancia en su porte y en su aire que me sorprenden muchísimo. ¡Como me gustaría saber mucho francés para intentar hablar con él! ¿Qué concepción tendrá de la vida? ¿Qué esperará de ella? ¿Cómo vivirá? Posiblemente su forma de entender la vida sea muy diferente a la mía.


      Un perro descansa. Detrás tiene muchas mesas de colores. Me parece una estampa bonita.  Le hago una foto sin dificultad, se está quieto, tuerce un poquito la cabeza   y me mira como miran los perros.


Las calles se empiezan a llenar de gente. Se empiezan a abrir las tiendas. La gente camina despacio, mira los escaparates, hablan entre sí, miran palacios o monumentos.



Después de pasear por la parte antigua me voy a Antígona, el barrio diseñado por Ricardo Bofill.


       Me encuentro una casa inclinada sorprendente. Según se va andando el edificio va cambiando, y unas veces parece más erguida, otras más tumbada. Es un edificio de un dinamismo plástico sorprendente, como he visto pocos.  



        Y luego llega Antígona. ¡Qué sitio más bonito! ¡Qué bien hecho está! Es una conjunción perfecta de lo clásico y de lo moderno. Hay como un cierto aire clásico, un aire como de Grecia y de Roma, aire que me recuerda a los templos perdidos en las tierras de Grecia, a ciertos muros y templos romanos.



       Y todo este aire grecorromano me invita a pasear, a recorrerlo despacio, a sentarme en un banco a mirar como los niños se meten en alguna de las fuentes y juegan con el agua que sale de repente y de repente les moja.
      Y desde aquí voy a Narbonne. Todo alrededor de la inconclusa catedral es un soberbio entorno medieval: palacios, castillo, torres, murallas. Todo es muy grande y muy imponente. Todo está muy bien conservado.




 De la catedral sólo está hecha la parte del altar y del coro. El proyecto era muy ambicioso. Iba a ser una catedral alta, muy alta, como las catedrales del norte de Francia. Pero se acabó el dinero y se quedó a medias. Aun así es una media catedral grandiosa.


Me siento en un banco a descansar. Como un poco. Les echo unas migas a las palomas. Y mira por donde una princesa me está observando detenidamente. Cuando dejo de echar pan, las palomas se van. Ella se acerca. Me agarra de la mano y me hace gestos como para que le siga echando pan. ¡No puedo resistirme! ¡Es tan linda! Les echo más pan. Vuelven las palomas y su cara se ilumina con esa sonrisa de plena felicidad que sólo se ve en estas princesas echando pan. ¡No puedo resistirme! ¡Es tan linda! Les echo más pan. Vuelven las palomas y su cara se ilumina con esa sonrisa de plena felicidad que sólo se ve en estas princesas encantadoras. Su madre también me sonríe y me dice ¡Merci! Cuando se van, la princesa vuelve de vez en cuando la cabeza! 


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