domingo, 3 de mayo de 2020


LIBIA (7) – Las zonas mixtas.


           Aquí, en el desierto de Libia hay zonas que no sé como definir. No son zonas muy montañosas, tampoco son llanuras totales. Son zonas con llanuras enormes pero en unos de sus bordes se alza una montaña, o son zonas medio rocosas con dunas por el medio, o son…son lo que yo llamo zonas mixtas. Zonas que tienen de todo y que siempre tienen el encanto y la grandiosidad del desierto. Son zonas tremendamente variadas. 
      Una llanura enorme, con un suelo firme y liso que parece que lo ha compactado una apisonadora, suelo de color gris, y en uno de sus bordes se levanta, se yergue de repente, un cerro con otros colores, con otras rocas; y de fondo un cielo rabiosamente azul. Esto es lo que yo llamo una zona mixta.
Una llanura que no es llanura, que está llena de matorrales sobre cuya base se apoya la arena, y entre los matorrales como costras de tierra, como si aquello fuese una charca que se ha secado; y la llanura se acaba por allí lejos, pues allí lejos se levantan unos cerros altos, muy altos, con la parte superior plana. Esto es lo que yo llamo una zona mixta.
Montañas de enormes paredes, y torreones que surgen por aquí y por allá, cuya silueta al amanecer parece la de los Dolomitas, y que veo desde altas dunas. Una llanura salpicada de acacias nos separan. Esas montañas son los Akakus.
 Al amanecer las dunas tienen un precioso color dorado. Las montañas cogen mil colores. Estas también parecen los Dolomitas, y como ellas  también tienen leyendas, pero leyendas de tragedias que ocurrieron por intentar encontrar un tesoro guardado allí por los garamantes.
       Pero esas montañas ya no son el Akakus, es un macizo aislado y relativamente pequeño que no recuerdo como se llama.
        En el Tasili de Miguidet todo son rocas, rocas grandes, altas, erosionadas por el viento y la arena y que tienen mil formas a cual más caprichosa.
 Todo el Tasili es como la piel de un gigantesco erizo cuyas púas son rocas. El suelo está lleno de arena, arena que a veces se amontona contra unas rocas y crea bellos contrastes entre el dorado de la arena y el color oscuro de las rocas.


            Al atardecer y al amanecer, cuando el sol da muy inclinado a las rocas, éstas adquieren unos bellísimos tonos dorados, malvas, violetas; y el cielo se pone de un color azul rabioso (es como se me ocurre llamar a ese azul, que no es un azul, sino  toda una gama que va de un azul oscuro del cielo casi nocturno al anaranjado del amanecer). 
           Y fuera de allí, en otro lugar camino de ninguna parte, las rocas son mas duras y no tienen como costras, pero hay enormes cavidades en las que hace unos miles de años grabaron la silueta de animales.

Y camino del Akakus o ya dentro de él, pues no sé bien sus límites, hay rocas enormes, de mil caprichosas formas, esculpidas por el viento y la arena. Formas que parecen caras, que parecen extrañas siluetas como la del Maneken Pis de Bruselas. 
Y toda la zona está alfombrada de arena y de acacias, y de unas plantas de hojas grandes y duras, tan duras que ni los dromedarios se las comen. Aka me dijo como se llamaban, pero no lo apunté y se me ha olvidado. 

Y la arena amontonada contra las altas rocas, y las acacias, y las plantas, forman unos conjuntos preciosos.  Antes de conocer el desierto no me lo imaginaba así, tenía la idea de lo que había visto en las películas: arena y sólo arena. Pero este paisaje desértico es bellísimo por la variedad de formas, de colores y de luces y sombras que se acrecientan al atardecer y amanecer. Cuando caminas en una dirección se ve la arena, y las rocas, y el verdor de las plantas, de unos colores; cuando la dirección es otra y cambia el ángulo en que les da el sol todo lo anterior se transforma. Y así, andar por el desierto es un permanente descubrimiento, una permanente sorpresa y un permanente gozo para la vista. Y a este gozo visual se une el gozo del silencio y de la soledad.

     Los amaneceres y los atardeceres son un milagro cada día. ¡Qué luz y qué variaciones de colorido! El cielo se pone de mil colores brillantes y en quince minutos ha cambiado totalmente; y el suelo y la arena adquieren unos tonos malvas, violetas salpicados de dorados, que no he visto en ningún otro sitio. Los pequeñísimos matorrales resaltan poderosamente y se ve como siguen unas líneas, líneas que marcan la dirección o el lugar por donde corre el agua cuando llueve y que por lo tanto conserva algo más de humedad. Los amaneceres y atardeceres en el desierto suponen la explosión de la belleza de las pequeñas cosas, de las cosas menudas y humildes que normal-mente pasan desapercibidas. ¡Qué paradoja! ¡En el desierto, en el lugar de la inmensidad, se destacan las cosas pequeñas!
   ¡Qué placer llegar a un alto desde el que se divisa una amplia panorámica! Cuando paramos busco estos lugares como con ansia, los busco desesperadamente, y los busco tanto porque en ellos mi alma se recrea, parece que se ensancha, se tranquiliza y absorbe la grandiosidad que la rodea. En el desierto siento con más frecuencia lo que he sentido cuando he alcanzado la cima de una montaña, pero lo que ocurre es que aquí hay más “cimas” que en Gredos, que los Pirineos o en los Alpes, hay más lugares con los que extasiarse.


  Y de vez en cuando aparecen esos arcos de piedra, enormes, poderosos, misteriosos, quizá hechos por los mismos espíritus que dibujaron en las paredes. Todos estos arcos son puntos de referencia, son hitos en el camino del desierto. Junto a esos arcos uno se siente pequeñito, a mi me da como una especie de miedo pasar y estar debajo de ellos ¡Mira que si se caen!
         Enormes paredes, y junto a ellas montones de arena que llamamos dunas pero que no lo son. Y cuando paramos para comer o dormir en un sitio de estos me siento como en un lugar extraño, por un lado es como si estuviera en la montaña, por otro en el desierto, y es que emocionalmente no me acaba de entrar que en el desierto hay montañas y arena juntas.
          A veces vamos por una planicie suavemente ondulada y salpicada de rocas hacia unas montañas altivas y llenas de torreones, que cada vez están más cerca. Y mi corazón se alegra de encontrar aquí unas montañas tan bonitas. 

          Y entramos y entramos por antiguos valles, y siempre vamos entre altas y verticales paredes, y al final lo único que hacemos es un recorrido por esa especie de pasillos que entran y salen pero nunca suben. No subo a las cumbres ni al pie de los altivos torreones, pero el recorrido es muy bonito.
      Y en ocasiones hay una amplia planicie salpicada de rocas y con montañas en distintos planos. Y en estos lugares me encanta pasear.
          Cuando paramos procuro subir a un alto y encadenarlo con otro para hacer un bucle y volver al punto de partida. Constantemente me voy parando y mirando en una dirección y en otra para admirar los maravillosos tonos que adquieren las cosas según la dirección de la luz. 

      Y el mismo sitio me parece cálido y cercano con el sol a mis espaldas y luego me parece lejano, distante y como más frío si el sol me da de cara. ¡Placeres de andar por el desierto! ¡Me encantaría hacer un treking por uno de estos lugares tan accidentados y tan cambiantes! Así tendría más tiempo para mirar. 
         Las altas planicies en las zonas montañosas del desierto  están entre los lugares más hermosos que conozco: Jordania, Argelia, Libia. ¡Recuerdos que generan ilusiones con las que soñar!


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