martes, 12 de marzo de 2019

ESPAÑA: POR EL NORTE Y A ORILLAS DEL MAR  (6).
 

            Amanece. Me doy un paseo por la playa de Somo. Una jovencita ha sido más madrugadora que yo  y está sentada en una silla mirando el mar. ¿De verdad mira el mar? Quizá mire sus recuerdos, sus ilusiones, sus proyectos, sus amores, cosas de su vida. Al fondo Santander parece que se despereza.

Desde las Playas de Langre veo las montañas hacia las que voy a ir hoy. Hay una maravillosa neblina que hace más deseables las montañas. 


 Pero ahora me voy a dar un paseo por la orilla del mar.  Las olas, el viento, la lluvia sobre el paraguas. El mar verdoso, azulado, trasparente. Acantilados. Gaviotas que vuelan. Un mar bellísimo.
        Por los acantilados encuentro a 3 peregrinos que van a Santiago. Charlamos brevemente y al despedirme les digo: “Rogad por mí en Santiago” y ante su sorpresa les cuento la costumbre que hay en le Puy y en Vezley de coger un papel con el nombre y la rogativa de alguien que lo ha depositado allí y hacer esa rogativa al llegar a Santiago.

 En Valdevilla hay una tienda en la que venden de todo. Me recuerda la tienda que había en el pueblo de mi madre cuando yo era niño y que tanto me sorprendía. Es una tienda donde hay comida, sartenes, cacerolas, ropa, cuerdas, productos de limpieza, loza,… hay todo lo que uno puede imaginarse y lo que no puede imaginarse. Es una tienda como unos grandes almacenes en pequeño.
            A la puerta está la furgoneta de la pescadera que recorre todos estos pueblitos. Una parroquiana se entretiene hablando con ella.
            Lierganes  es una sorpresa con sus casitas antiguas de piedra, con sus escudos, con las balconadas llenas de flores. No aparece en ninguna reseña turística, aunque quizá sea mejor así, pues es un gusto pasear.

            El valle del río Miera es estrecho, agreste, con pequeñas aldeas por aquí y por allá, árboles por todos sitios, prados y riscos que lo hacen más salvaje todavía. El verde es variado, múltiple.

           Las casitas blancas ponen una nota exótica, pintoresca. Los pueblitos son pequeños, chiquitos, casi de juguete y están casi vacíos. Y como en los pueblos no vive casi nadie pues no hay casi vacas en los campos.
Y del valle del Miera paso al valle del Pas. Este valle es más abierto, más alegre, más luminoso. Desde lo alto del puerto que los une la vista se extiende y se extiende y el espíritu se ensancha y se ensancha ante tanta belleza. ¡Qué valle más bonito!
El día está radiante, luminoso y se aprecian pequeños detalles en la lejanía. El paseo es muy agradable.

           Vega de Pas es un precioso pueblito que todavía conserva muchas casas antiguas. Algunas de las nuevas casas se hacen con el estilo de las antiguas. Algunas están muy bien hechas, otras no tanto, pues aunque el estilo es similar los materiales no lo són: se usan tejas en lugar de pizarras, se ponen  barandillas de hierro en los balcones cuando lo tradicional es la madera, y cosas por el estilo.

Recuerdo en las reuniones de Noja, como los maestros de las escuelas unitarias del valle del Pas contaban sus experiencias.


Por aquel entonces, hace 20 ó 25 años, este era un valle aislado y atrasado.
Muchos de los padres de los niños, y sobre todo las madres, no habían visto nunca el mar, y eso que lo tienen a un paso. Era gente que sólo trabajaba y trabajaba y así vivía. En los viajes que hacían con los niños procuraban que fueran también algunas madres para que esas pobres mujeres salieran alguna vez de este valle y conocieran el mundo que les rodeaba. Los padres de aquellos niños son las personas que hoy todavía viven en el valle del Pas. Son de los últimos pasiegos.

Subo al Puerto de las Estacas de Trueba. La carretera sube suavemente, serpenteando, serpenteando por unas laderas tremendamente empinadas y pasando de una a otra.

De vez en cuando hay alguna cabaña de pastores ya abandonada. De vez en cuando se ven algunas vacas, aunque no muchas. Y siempre se ve una naturaleza radiante y hermosa.

           Y de la borrachera de paisajes de montaña otra vez al mar. Estoy en Cuchía, frente a Suances. El mar está tranquilo, tranquilo, no hay ni una ola. Bandadas de gaviotas volando; volando como sin esfuerzo; moviendo las alas rítmicamente, como a cámara lenta. A lo lejos las montañas. Se escucha el ruido del mar; empieza haber pequeñas olas; es la marea que sube. Todo está en silencio, en calma. A lo lejos se ven unas barquitas. Son barquitas de gente que está pescando, pescando para la cena o para la comida de mañana.

 Enfrente el pueblo de Suances, con unas casas tan nuevas, tan feas, porque podían ser nuevas y bonitas, pero no. Son feas porque están mal hechas, porque están hechas sin gusto. Los acantilados de la costa están como rompiéndose, es como si toda la costa fuese muy viejita y toda llena de arrugas y se estuviese cayendo. Las rocas de estos acantilados están llenas de fósiles, de animales marinos cuyos restos forman rocas que están a la orilla del mar y que acaban desgastados por el mar. Quizá estos animales marinos nunca quisieron alejarse del mar.  

Todo está gris, el mar y el cielo están grises, todo son matices del gris. Gris azulado, gris rosáceo, gris malva.


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