lunes, 24 de diciembre de 2018

LA RUTA DE LA SEDA (3) KHIVA
      Es 14 de agosto. Un espeso humo cubre la calle a la salida del hotel en Bukhara. Un hombre está quemando las hojas caídas en el jardincillo de enfrente. Las madrasas del otro lado de la calle se ven borrosas. No puedo echarles un último vistazo. Las veré en el recuerdo.
      Y empieza el largo camino a Khiva. Enseguida comienza el desierto rojo, el desierto de Kizilkum. Llanura enorme, inacabable y llena de matorrales. De muy tarde en tarde se ve un rebaño de ovejas y cabras.

 

          Paramos en la primera yurta que vemos. Una niña y un niño salen a recibirnos. Una pequeña construcción sirve de cocina. En la yurta viven los padres, los niños y la abuela. Y viendo a estas personas aquí, en medio de la nada, me hago un montón de preguntas: ¿qué sentido tiene para ellos la vida? ¿qué les pareceremos nosotros? ¿toleraríamos que unos extraños nos fotografiasen y se asomasen a nuestra casa? ¿tendrán tiempo libre? ¿cómo lo emplearán? ¿con qué se entretendrán? ¿a qué jugarán los niños? ¿con qué…? Y todas estas preguntas me llevan a hacerme otras sobre mi vida, sobre su sentido, sobre el sentido del tener y sobre el sentido del ser. Quizá sea este el valor de estos viajes: las reflexiones que me obligan a hacer y los planteamientos que me obligan a reconsiderar.
      Un poco más allá un lagarto clarito busca la sombra de los matorrales. Se deja acercar mucho, pero al intentar cogerle huye veloz.
        El río Amur Daria aparece enorme, anchísimo, pero no hay ni árboles en sus orillas. Un poco más allá los canales de regadío convierten el desierto en un vergel todo lleno de plantas y árboles.
        Y así, sin darme cuenta llego a Khiva, frente a las murallas de Khiva. Subo a las murallas y contemplo la puesta de sol. Los minaretes y otros edificios adquieren un bello color rosado.


           Mañana veré detenidamente los monumentos de la antigua Khiva.

15 de agosto por la mañana temprano. Una mujer y un chiquillo están con su cabra al borde de la carretera.
Un poco más allá unos hombres sacrifican una oveja bajo los árboles en dirección a la Meca. Al fondo de una calleja surge poderoso un minarete.

        Enseguida entramos en el recinto amurallado. La gran torre de Khiva se choca con nosotros. Sus colores son fragmentos de distintos trozos de cielo a distintas horas del día. Khiva es como un suspiro. Es como el último suspiro de un soñador. De un soñador que quisiera hacer revivir el mundo de las mil y una noches.
Khiva tal como se ve hoy es de los siglos XVIII y XIX, pero recoge todo lo fantástico y mágico de épocas anteriores; Palacios  con patios llenos de azulejos y columnas de madera de olmo traídas de las montañas del sur, techos decorados de mil y un colores.

        Torres y altas terrazas desde las que se domina toda la ciudad y desde las que se ve la casa, la ventana o la terraza de la amada o del amado, o desde la que se envía o se recibe la paloma mensajera con las notas anheladas.
        Madrasas con fachadas de mil y un azulejos  donde estudiar era la ocupación de gran parte de la población pues el número de madrasas es enorme.

        Minaretes de mil y una formas y mil y un colores. Minaretes que son como faros para orientar al viajero en la ciudad a la vez que son un elemento decorativo  urbano de primerísimo orden.
        Puertas labradas de mil y una maneras diferentes, pero todas ellas labradas con mimo, con cariño, con ilusión, en un intento de que la belleza empiece a la entrada de la casa y de que el paseante o viajero se asombre con la belleza de esas mil y una puertas.

        Palacio del último Kan con patios llenos de azulejos, donde hoy en día, como para darle vida, como para que no se olvide su antiguo esplendor, varios músicos ensayan su música y varias mujeres tejen no sé qué. Palacio que aún conserva el edificio del harem, que es una autentica jaula de oro, pero jaula al fin y al cabo, con las ventanas hechas para que ni la vista pueda pasar de fuera adentro. Sólo el aire, la luz y el Kan podían pasar.

      Mezquitas antiguas, llenas de columnas de madera. Mezquitas oscuras, donde no hay nada que distraiga o de la oración, o de la lectura o de la meditación. Mezquitas que sin querer me hacen recordar a la de Córdoba por lo de las columnas, aunque el parecido es nulo.


        Mercado junto a las murallas. Mercado de todo. De frutas y verduras: pimientos, guindillas, berenjenas, melones, calabazas, manzanas; de pajaritos; de productos de belleza; de galletas; de ropa; de material escolar; de… de todo.

      Ancianos que parecen sacados de las ilustraciones de los cuentos que leía de niño y de jovencito, ancianos con barba y turbante, ancianos con cara amable y risueña.


        Y luego la calle. Calle con gente que va y viene, vendedores ambulantes ciegos que piden limosna, gente que habla, y todo ello con un decorado de cúpulas, de minaretes, de puertas de madrasas, de murallas, de arcos y de los colores de la ropa de la gente.
        La cúpula del mausoleo y tumba de Pahlavon Mahmud destaca desde lejos. Por dentro es un lujo de azulejos entre los espacios lujosos donde los haya. Lugar imponente porque impone solemnidad, respeto, silencio y paz. Y junto a la gran tumba  hay otras de familiares. Y todas disfrutan del mismo ambiente de solemnidad, respeto, silencio y paz. Es como si al igual que todo lo compartieron en vida igual comparten todo en la muerte. Este es un edificio vivo para albergar a unos muertos.

      Mi estancia en Khiva ha terminado. Recorro las últimas callejas camino del hotel. Esta tarde volamos a Tashkent. Y aquí me pregunto ¿Y no es todo este mundo como una gran ilusión? ¿Y no es todo este mundo como un suspiro del mundo de las mil y una noches? ¿De un mundo que se acaba y ya no volverá? ¿O quizá este mundo existía desde siempre y para siempre y las mil y una noches no son más que un suspiro de este mundo?

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