sábado, 15 de diciembre de 2018


NEW YORK -  Atardeceres.
         No sé por qué pero viajar a New York era uno de esos viajes que siempre había querido hacer pero que nunca lo había dicho muy en alto. New York ya lo conocía por las muchas películas que había visto en las que la acción transcurre en esta ciudad pero quería comprobar que era así en realidad, quería ver esas casas con las escaleras de emergencia en la fachada, quería ver ese metro lleno de columnas que sale en tantas películas, quería ver los rascacielos pues imaginaba que allí había más que en ninguna otra ciudad, y las zonas de rascacielos de Madrid y de París me encantan, quería ver esos museos llenos de maravillosas obras de arte contemporáneo y quería ir a New York porque me encanta viajar y soy persona de culo inquieto. Como en invierno los viajes son bastante más baratos, pues es temporada baja, y aprovechando una oferta que me lo abarataba todavía más, en febrero del 2011 me marche a New York del 21 al 28 de febrero.
            Salgo del aeropuerto de New York a las 10 de la noche. El coche que me lleva al hotel pasa por una zona desde la que se divisa una amplia panorámica de la ciudad. Lo que veo me parece maravilloso: ¡rascacielos y rascacielos y luces y más luces! ¡Qué grandiosa y qué espectacular es esta primera y fugaz vista de Manhattan! Me acuesto y en la cama recuerdo esta vista y pienso que he venido al lugar adecuado.


            Y temprano, a las 8,30 salgo a la calle. ¡Qué bullicio! ¡Qué ajetreo! ¡Qué rascacielos más altos! Nunca creí que pudiese haber tantos rascacielos ni que fuesen tan altos. Esto es como la montaña, que aunque ya la conozcas en fotos,  la realidad no tiene nada que ver con las imágenes. Todo es grandioso, todo es enorme. 

            Y enseguida al metro. A ese metro que ya me resulta familiar, un metro largo, largísimo. Con las estaciones llenas de columnas, con columnas en el borde de los andenes, con columnas entre unas vías y otras. Columnas normalmente sucias, oscuras, llenas como de hollín; y rápido me viene a la cabeza el bosque de Oma. ¡Qué bien quedaría aquí todas estas columnas de diferentes colores a la manera de un bosque encantado! La estación estaría más alegre, más bonita.


            La noche anterior ha nevado un poquito. No mucho, pero sí lo suficiente como para que los jardines estén un poquito blancos. Hace frío, mucho frío. Un hombre vende salchichas calentitas en un pequeño carrito, en un carrito similar los que se ponían en el Mercado Grande de Ávila y en los que los niños comprábamos las chucherías de entonces. Luego veo que por la plaza hay repartidos diversos carritos. Y aquí, en esta plaza de Battery Park hay muchos rascacielos, muchos. Son rascacielos antiguos y cada uno es de un estilo, de una forma, pero dan una buena sensación de conjunto. Esta plaza me recuerda a las plazas de Italia, a esas plazas tan armoniosas, tan conjuntadas con edificios de diferentes épocas y diferentes estilos, porque aquí también hay edificios de diferentes estilos que en conjunto pegan muy bien y hacen muy bonito.  


Y todos estos rascacielos tan diferentes y tan armónicos en conjunto, se diluyen y desaparecen cuando el barco que me lleva a la Estatua de la Libertad se aleja de la costa. Entonces empiezan a surgir otros,  mucho más altos, enormes, la mayoría más modernos y hechos de cristal. ¡Qué grandes! ¡Qué altos! ¡Qué imponentes! A medida que el barco se aleja aumenta el número de rascacielos. Esta panorámica ya la conocía por las fotos que había visto, pero aquí, en la realidad, es mucho, mucho más imponente. Miro y miro y hago fotos y más fotos y ahora que las veo compruebo que no llegan ni a ser la sombra de lo que es la realidad. 



            Ellis Island es el lugar por donde entraron 36.000.000 de inmigrantes de 1900 a 1920. Gente de Europa: Irlanda, Italia, Países bálticos, Polonia, Grecia,… y de otras partes del mundo, China, Filipinas, Pakistán,… Gente que no tenía nada en su país y que venían aquí a buscar todo. En el hall de este antiguo centro de inmigrantes se muestran fotografías de aquellas personas y una amplia muestra de sus equipajes: baúles, arcones, cestas, maletas, atillos,... nadie de mi familia ha emigrado nunca y por tanto nadie me ha contado nunca nada, pero esa situación me es familiar. En varias películas, como en El Padrino, se recreaba la situación de estas personas, su miseria, su desesperación y a la vez su esperanza, y estos equipajes son los mismos que salían en aquellas películas. Son los equipajes que imagino que habrían usado mis abuelos si hubiesen tenido que hacer ese viaje. Mis abuelos tenían arcones y baúles similares a los que aquí se muestran, yo he conocido maletas de madera y grandes cestos de mimbre.
            Todos esos millones de emigrantes, de distintas razas, de distintas religiones, de distintas lenguas y de distintas costumbres, han hecho que en este país, en Estados Unidos, haya habido un mestizaje que no se ha dado en ninguna otra parte del mundo.
Y en una ciudad con tanta variedad de personas siempre hay alguna que se dedica a dar de comer a las gaviotas y a los pajaritos. Esta mujer parece que está en su salsa repartiéndoles comida. Yo creo que algunas gaviotas le tienen que dar con sus alas al acercarse o al partir. 

            Cuando me meto en esa jungla de rascacielos me parece que estoy en otro mundo. Abajo hay una luz muy tenue, como difuminada; arriba está la luz del cielo, la luz de verdad. Ir por estas calles es como andar por la garganta del Cares en sus lugares más estrechos y de paredes más verticales. Me paro y me paro y miro y miro hacia un lado y hacia otro pero siempre hacia arriba. Hay una pequeña plaza pero está rodeada de rascacielos; me da la sensación que estoy en uno de esos lugares mágicos de los Dolomitas, sólo que éstos están hechos por los hombres.

              Y desde el puente de Brooklyn veo un maravilloso atardecer, en el que los rascacielos van cambiando de color y luego se van llenando de lucecitas poco a poco. Desde aquí es desde los pocos sitios desde los que puedo ver el cielo, luego ya sólo veré como la parte alta de los rascacielos cambia de color. También es mirar al cielo, pero a otro trozo del cielo, a un cielo que está en el cielo pero que no lo es y que se pone rosa y violáceo.



Y estos atardeceres y anocheceres neoyorquinos me parecen todavía más espectaculares cuando los veo desde lo alto del Empire State Building o desde el Top of the Rock del Rockefeller Center. El horizonte se pone tan bonito como siempre pero empiezan a surgir luces y más luces y las calles parece que se sumergen en pozos sin fondo, y los coches apenas se ven, apenas se notan. Las fotos no hacen justicia a la magnificencia del lugar, a la magia y al misterio que se desprenden de todas partes. Estas horas y estos lugares son el paisaje idóneo para que vuele Batman o Spiderman o Superman o cualquier otro fantástico héroe del comic. He visto muchísimos atardeceres en mi vida, los he mirado muchas veces y durante mucho tiempo pero como estos de aquí sólo recuerdo el que presencié desde lo alto de la Torre Eiffel en París, pero en aquél no había nada que surgiera potente y poderoso frente a mi.


  




El cielo poco a poco se va oscureciendo, el suelo también y de esa oscuridad empiezan a surgir como gigantescos monstruos con luz y con características propias. Son edificios enormes, todos iguales y todos diferentes, son edificios potentes, poderosos, algunos son gráciles, airosos, hasta delicados; otros son pesados, macizos. Todos son soberbios, grandiosos. El atardecer y la noche neoyorquina son un espectáculo como no he visto en ningún otro sitio; no es que sea ni más bonito ni más feo, sólo es diferente. 
            En lo alto de algunos rascacielos hay antenas que por el día pasan desapercibidas y que por la noche aparecen como flechas de luz disparadas hacia el cielo. En algunas ocasiones los rascacielos surgen fantasmales al atardecer. No están muy iluminados y su silueta oscura se recorta vagamente en un cielo cada vez más oscuro. Ya no se notan sus formas ni sus líneas, ya todo hay que imaginarlo. ¡Atardeceres en New York! ¡Qué bonito ver esos malvas, esos dorados allá en lo alto mientras la parte baja se va quedando oscura! Los diferentes materiales de los rascacielos toman diferentes colores y diferentes tonalidades a cada momento, a cada posición. Me paro muchas veces en sitios diferentes pero cercanos entre sí para apreciar esos matices y esas variaciones tan rápidas de color. Esos malvas de los atardeceres de los rascacielos de New York están llenos de poesía, de una dulce poesía y una especie de dulce nostalgia. ¡Atardeceres en Nueva York! ¡Atardeceres que se llenan de melancolía!



  

No hay comentarios:

Publicar un comentario