sábado, 25 de abril de 2020


EGIPTO– EL DESIERTO BLANCO (2)
Hacia el comienzo del Trekking.

            Partimos hacia el punto de inicio del trekking. Iba a escribir que partimos hacia el desierto, pero ya estamos en el desierto. El desierto no nos ha abandonado desde que salimos de El Cairo y no nos abandonará hasta que volvamos allí. 


Paramos en  Naqb el-Sillum ó “Paso de la Escalera”, un pequeño paso en la carretera que separa las depresiones de Bahariya y Farafra, los dos oasis que delimitan nuestro recorrido. Subimos a un cerro, a uno de los muchos que hay por allí. Todos son como conos volcánicos (yo creo que sí lo son) cubiertos de rocas negras. Rocas negras que enseguida ceden el terreno a las rocas de color de tierra. El color de la arena predomina enseguida y sólo hay una pequeña veladura oscura. 



Desde lo alto del cono al que subimos hay una dilatada vista. Hacia todas direcciones conos volcánicos y entre ellos la llanura. Es como si alguien se hubiese entretenido en hacer montoncitos de tierra por aquí y por allá. A lo mejor aquí se entretuvieron algunos dioses cuando eran niños y este es el resultado.


            Muy cerca de este paso está la entrada al Parque Nacional del Desierto Blanco. Y la entrada es un arco, un arco de piedra no muy grande pero manchado de blanco en la parte inferior. Es como si alguien se hubiese dejado caer un saco de yeso o de cal y todavía no lo hubiesen limpiado.



           Y mirando hacia dónde vamos ya no se ven montañas ni conos volcánicos, solo se ven pequeños montículos redondeados y la inmensa llanura, sobre todo la inmensa llanura.  Una llanura en la que no hay nada, ni un árbol, ni una planta, nada. Continuamos por la carretera y los coches recorren en poco tiempo la llanura. En cuanto termina abandonamos la carretera para dirigirnos al Pozo Mágico. Nos metemos por una zona donde las moles rocosas toman el aspecto de montañas.


           Unas son esbeltas, otras redondeadas. Algunas me recuerdan la silueta del Naranjo de Bulnes, otras son como enormes montones de tierra que acaba de descargar un gigantesco camión rematadas por unas rocas que aún se mantienen enhiestas. Y mirando hacia todos los sitios la inmensidad de la desolación, de la nada. La inmensidad de un mundo mineral puro donde no se vislumbra ni una sola planta, ni un árbol. Este mundo es como un mundo de muerte. Y no llega a serlo del todo porque lo que le da vida somos nosotros, las personas que andamos por aquí.



            El suelo es de todo, es de arena, es de placas rocosas, es de rocas menudas y es de trozos de rocas rotas por los cambios de temperatura y con los bordes afilados. Y una de esas rocas raja una rueda de uno de unos vehículos. Mientras la cambian y se prepara la comida voy a dar un paseo por los alrededores, me voy a asomar a la entrada de aquel cañón y a subir a aquel pequeño cerro para contemplar lo que desde allí se ve. En cuanto me alejo del grupo todo es silencio. Escucho mis pasos y nada más. 



          Y por todas partes un mundo mineral puro, un mundo de rocas y de arena. Rocas que parece que se retuercen aplastadas por otras que están encima, rocas que se mantienen en equilibrios imposibles, rocas que pugnan por salir de otras, rocas que aparecen como un grupo de intrusas en un lugar que no les corresponde.  Aquí se percibe la pujanza de las fuerzas geológicas, de las fuerzas que configuraron la corteza terrestre. En todos los sitios fue igual, pero en los demás, las plantas tapan esta fuerza o la disimulan.



            Ya han cambiado la rueda y ya hemos comido. Continuamos hacia el Pozo Mágico. El suelo parece llano, pero no lo es. Es una costra rocosa rota por innumerables sitios. Hay que ir con cuidado. El jefe de los coches va el primero marcando el camino. El conductor del coche en el que voy yo es un hombre joven e impaciente como todos los jóvenes. Se resiste a seguir el ritmo que le marcan y no sigue al coche que le precede. Se mete por sitios que obligan a dar saltos al coche, por sitios en los que se corre un riesgo innecesario. La pareja que va conmigo en el coche jalea y aplaude su conducción y su comportamiento con lo que se anima a seguir así. Yo digo que conduce muy mal y que está corriendo un riesgo innecesario y nosotros también. La pareja dice que ella está segura porque tiene mucha experiencia, yo digo que la experiencia no la sabemos y que mucha experiencia no es indicio de saber hacer las cosas bien. La pregunté: ¿tú te pondrías en manos del cirujano que más experiencia tiene de tu hospital? ¿O mirarías como ha sido esa experiencia? Se calló. El guía nuestro, y el jefe de los egipcios le dijeron a nuestro conductor que no incordiara y que fuera siguiendo a los demás.



             Llegamos a una zona de arena y los tres coches se quedan atascados. No parece que tengan mucha pericia en conducir por zonas arenosas. El año pasado en Libia sólo una vez se quedó un coche atascado en la arena y allí sí que había arena.  Estos hombres no llevaban nada para salir de la arena, los tuaregs libios sí. Y claro, tuvimos que echar una mano todos, bueno, tuvimos que empujar todos, aunque alguno procuró escaquearse con el pretexto de hacer fotos.



            Enseguida de sacar a los coches llegamos al Pozo Mágico, a Ain el Serw, el lugar donde comienza el trekking. Con razón le llaman el Pozo Mágico, pues en medio de la nada, en un pequeño montículo ¿? hay un grupito de palmeras, unas cañas y una fuente con un abrevadero. No me explico cómo puede surgir el agua en un alto, pero así es. Debe ser cosa de magia.


            Y desde allí, por un lugar inmenso, tan inmenso que me hacía sentir pequeño, insignificante, estuve andando durante una hora. No parecía arena pero sí lo era. Era arena compacta, pero arena al fin y al cabo. El cielo nublado, el suelo de color arena y de repente, al llegar a un altozano se ven manchas blancas, parece que hay nieve en la base de muchos montículos, pero no. Lo único es que en esta zona el desierto blanco hace honor a su nombre. Aquí pasamos la primera noche. 



          Los nativos han montado una haima y están preparando la cena. Uno de ellos enciende una fogata para preparar su té. Ya no se apagará y se avivará después de cenar. A su alrededor los indígenas cantarán sus monótonas canciones árabes llenas de melancolía y de una infantil alegría. Son canciones para oír en las noches del desierto alrededor de una hoguera.



          Pierre Loti decía que este era el momento maravilloso de las travesías del desierto: sentarse junto a una hoguera a tomar té, a hablar y a escuchar canciones.
 

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