viernes, 17 de abril de 2020


EGIPTO – EL DESIERTO BLANCO (8) El Cairo
            


          Llegamos a EL CAIRO a la hora de comer. Me dirijo directamente a las pirámides, ya que el autobús en el que venimos pasa por aquí y es a lo único a lo que me da tiempo a ver, pues mientras vamos al hotel y cojo un medio de transporte para ir al Cairo musulmán ya se habrá hecho de noche. Con las revueltas populares que ha habido, el turismo ha disminuido muchísimo y no hay colas ni aglomeraciones para entrar al recinto de las pirámides. La mayoría de los turistas que hay son egipcios.  Da gusto pasear con tan poca gente.


            Las pirámides me vuelven a resultar impresionantes, más que la primera vez.  Me resultan grandiosas, sobre todo cuando se ven en perspectiva unas detrás de otras.  


          La esfinge es chulísima, mirando hacia  no se sabe donde, desde casi la eternidad. La otra vez ya me ocurrió, y es que estando aquí no he podido dejar de comparar mentalmente estos monumentos de hace casi 5000 años con los restos de otras culturas de esa época. Son comparaciones que no tienen color.


          El turismo ha bajado tanto que estos hombres lo están pasando mal. Un camellero me ofrece pasear en camello por 1€, y me lo pide por favor. No acepto porque no debo montar en camello por mi espalda, pero me da cierta pena de la situación de estas personas.
 Aquí me encuentro con dos jóvenes turistas italianas que van…, bueno, no sé cómo van. Van provocando y van riéndose de las miradas que les dirigen los jóvenes egipcios y los no tan jóvenes pues visten con una  generosísima minifalda, pantalón muy cortito de esos con los que se muestra la parte baja de las nalgas  y escotadas camisetas de tirantes que dejan ver generosamente las tetas por arriba y por los lados. Vamos, que las niñas van luciéndose pero que bien y con una vestimenta impropia del tiempo que hace y del lugar en el que están. Imagino que van así porque van buscando algo que seguro que encuentran. Pero dejemos estos temas y volvamos a las pirámides.


Al atardecer, sobre las 5 de la tarde, cierran el recinto de las pirámides. Me marcho a coger un autobús que me deja al lado del hotel. Paso junto a un campo de golf y la vista de las pirámides desde allí es magnífica. Hay una especie de neblina, la hierba está de un color especial  y las pirámides surgen poderosas y fantasmales.


            Mientras espero el autobús veo pasar un carro tirado por un burro. Al carro le falta una rueda pero parece que no importa. Imagino que el burro seguirá tirando de él hasta que lleguen a su destino y allí lo arreglen. Es una imagen curiosa a la que parece que solo yo prestaba atención. El resto de las personas ni parecían mirarlo ni comentarlo.
            Y espero el autobús, pero como los que pasan llevan el nombre en árabe y las personas que hay por aquí no hablan ninguna inglés tengo que optar por coger un taxi y que me lleve al hotel. El taxista me cobra 30 libras, unos 4€, cuando lo máximo que se cobra son 25 libras, pero la verdad es que estamos muy lejos pues tarda más de media hora en llegar. Además no quiero entrar en pensar que me han timado o que no pues estoy de vacaciones y ese dinero para mí es una cantidad insignificante.



            El hotel está en el centro del Cairo. Es un hotel muy antiguo, en él se alojó el primer ministro británico Churchill, pero hoy es un hotel decadente al que solo vienen egipcios y turistas de agencias que trabajan en plan económico y con pocas personas. A mí me gusta. Tiene una decoración de art decó muy bonita. 
            Veo varias tiendas y locales decorados con el estilo del art decó. Son restos de la época en que los franceses e ingleses dominaban en este país.



          Las tiendas de ropa de mujer nos sorprenden a todos por lo atrevidas que son muchas faldas y trajes. Por la calle no se ve a ninguna mujer así, ni siquiera las más jovencitas. En esas tiendas hay muchas mujeres vestidas al modo tradicional y algunas van todas de negro y con la cara tapada. Se las comprarán para estar en casa y que el marido disfrute.


Por la mañana temprano hay una cierta neblina y la mezquita cercana parece más misteriosa. Es moderna pero tiene el aire tradicional.
            En mi última mañana – salimos hacia el aeropuerto a las 13.30 – aprovecho para volver a ver el Museo Egipcio. Estamos muy pocos turistas. La entrada del Museo está fuertemente custodiada por la policía y soldados ya que durante los últimos disturbios entraron en el museo y afortunadamente solo hicieron pequeños destrozos. Durante unos días ha estado cerrado y hace pocos días que lo han vuelto a abrir.


            Y en el Museo Egipcio me recreo con esa sensación de eternidad que se desprende de las figuras y sarcófagos y que parece flotar en el aire. Los gestos de las estatuas son gestos de eternidad, de inmutabilidad. La sala de Tutankamon me vuelve a deslumbrar. Es como lo que se puede uno imaginar después de leer una novela o de ver una película solo que hecho realidad. Tutankamon parece que descansa desde siempre y para siempre.
            Y andando por allí me encuentro de vez en cuando miradas y gestos increibles de diversas épocas y de estilos muy diversos. 


El alcalde no tiene la mirada perdida, su cuerpo y su  cara están llenos de grietas pero la mirada es aún firme y atenta. 


La mujer pintada tiene unos ojos bellísimos, llenos de dulzura y de melancolía; está mirando y parece que está pensando en algo que perdió, quizá esté soñando con eso que perdió. 


Y Akenatón, el hereje, mira desde el más allá con esos ojos enigmáticos sin fondo. Son miradas desde la eternidad.


            A la salida del museo veo un edificio quemado. Lo fue hace poco tiempo (un mes o menos) durante una de tantas manifestaciones en protesta por la perma-nencia de la Junta Militar en el poder. Los egipcios que consiguieron derrocar a Mubarak desean que los militares cedan el poder a los civiles, pero no sé qué tendrá el poder que casi nadie quiere cederlo. La pena es que se quemen edificios y bibliotecas que no tienen nada que ver con las cosas de la política.


             Paso por la plaza Tahrir y veo bastantes puestos en los que venden banderas y pancartas. En el centro de la plaza, hay tiendas de campaña donde duermen ciudadanos que exigen el cambio de régimen político. Casi todas las tardes hay manifestaciones que suelen acabar bien, pero de vez en cuando hay incidentes y se salda casi siempre con algún muerto. Es el precio que estos hombres están pagando por su libertad
            Uno de los de nuestro grupo llega al hotel cuando ya todos hemos bajado y colocado nuestras maletas en el autobús. El hombre llega todo alterado porque si saberlo ni quererlo se ha metido en todo “el avispero”. Se ha visto en un lugar lleno de tanquetas, vehículos antidisturbios y policía y ha pensado que de allí no salía. La mujer que iba con él dice que la policía no les ha dicho nada, pero él ha escondido la cámara y ha llamado rápidamente a un taxi para que les trajera al hotel, con tan mala suerte que el taxista ha tenido que volver a pasar otra vez por “el avispero”. El ya se creía que no volvería a ver España. Los demás no decimos nada delante de él pero de espaldas a él esbozamos una sonrisa seguida de comentarios del tipo: “lo que hace el miedo”, “el miedo es libre”, “cómo vuela la imaginación”, etc. Cuando llegue a España me gustaría escuchar lo que cuente a sus amistades.
            Bueno y desde el Cairo volamos a Zúrich, de Zúrich a Londres, de Londres a Barcelona y de Barcelona a Madrid, y así termina mi viaje al Desierto Blanco.

Ávila 2 de marzo de 2012

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