jueves, 30 de abril de 2020


LIBIA (10) - Trípoli
         Sólo estoy unas horas en Trípoli. Una tarde noche y una mañana. El hotel está en el centro de la ciudad, cerca de la parte antigua. Es por la tarde cuando entramos en la medina. 


          Las luces están encendidas y en las tiendas aún hay bastante gente. Hay rincones y tiendas que tienen como una luz irreal, es una luz entre verdosa y malva. La cámara de fotos transforma aún más la luz.


Y en esta medina hay lo mismo que en todas, o por lo menos eso es lo que a mi me parece. Me sorprenden las joyerías, primero por la cantidad de ellas que hay, segundo por el tipo de joyas tan ostentosas que venden. Imagino que esto de las joyas de oro está unido a la cultura árabe; la novia recibe o lleva una gran cantidad de oro o como manifestación de la riqueza de su futuro marido o de la riqueza de su familia, es algo que no sé bien. No sé si las mujeres casadas hacen ostentación de la riqueza familiar con sus joyas. Me parece que hay diferencias en ésto entre el mundo occidental y el árabe.


         Hay escenas que me parecen muy especiales. El chico que vende frascos de perfume, que se destacan con la luz. Esos frascos tienen para mí un algo de encanto, son como recipientes de ilusión, ilusión que se escapa en cuanto los abres. Son como la botella de Aladino, que cuando la destapas se escapa el genio.


         Y luego esos vestidos de novia, que resaltan en la oscuridad, como queriendo decir: ¡Aquí estoy yo! Vestidos que tienen un aire entre nostálgico, decadente y fugaz, y algo permanente en casi todas las culturas: la ilusión del amor.


         Y el viejo Trípoli conserva muy poco de su vejez.  Los edificios más antiguos son del 1700. Y casi todo el centro de la ciudad lo reconstruyen o lo rehacen los italianos, y no lo hicieron ni bien ni mal. No es un estilo árabe ni tampoco un estilo muy discordante. Tanto libios como italianos son mediterráneos y lógicamente hay muchos puntos comunes.


         El amanecer tiene el esplendor de todos los amaneceres. Desde lo más alto del hotel se ve todo el puerto de un color malva, rosa, dorado, que hace muy bonito. No es la espectacularidad de los amaneceres del desierto, pero tiene su encanto.


 Hacia el otro lado hay modernos y altos edificios que parece que se encienden o que se apagan, todo depende de como se mire.
         Y en esta última mañana paseo por la medina y visito alguna de esas viviendas otomanas y alguna que otra mezquita. 


Y mientras paseo veo sin querer las tiendas a la luz del día, y puedo apreciar mejor los colores y los brillos de las telas y las pequeñísimas dimensiones de las tiendas. No sé como pueden pasarse todo el día en un cuchitril tan pequeño. 
          La mezquita de Karamanli, comenzada a edificar en 1736,  es la más extensa de toda la medina. 



          Ahora todo está en silencio. No hay casi nadie por aquí. Algún anciano sale despacio y va a algún lugar despacio. Aquí no tiene sentido correr, este es un lugar de calma, de paz y de sosiego.


 La antigua fuente para lavarse hoy no tiene agua, hoy, ahora, se lavan en una habitación mucho más fea que este patio y esta fuente. En un rincón del patio un hombre está rezando.


         A las 12 nos marchamos al aeropuerto. El avión va medio lleno. Nos podemos poner donde queramos. Al mirar por la ventanilla del avión el cielo se ve de un intenso color azul, se ve del color  que tiene a los 10.000 metros. 


Otro color diferente del de los amaneceres y atardeceres del desierto, pero también muy bello.


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