viernes, 24 de abril de 2020


EGIPTO– EL DESIERTO BLANCO (3)
Hacia el Pozo Verde y la Acacia.
          Ha sido la primera noche en el desierto, bajo las estrellas. Dicen que ha llovido, pero yo no me he enterado. No habrá sido mucho cuando ni el suelo ni el saco ni la ropa están mojados. 
           Nada más levantarnos los egipcios encienden una lumbre de palos y se ponen a calentar agua para su té. Tienen una bombona de gas, pero esa la emplean para calentar el agua de nuestro desayuno.  ¿Sabrá de distinta manera el té? Siento no hablar árabe para preguntárselo y enterarme bien. El cielo está muy gris.
            Mejor, así no pasamos calor en nuestro caminar hacia el Pozo Verde y la Acacia. El recorrido trascurre por arena. Es muy fatigoso andar por la arena, hay que hacer mucho esfuerzo. 
          El terreno es variado. Pasamos por lugares donde hay bastantes plantas. En esta zona se está intentando un programa para repoblar el desierto. 
          Se hacen zanjas paralelas en determinada dirección y por lo que se ve las plantas van creciendo. Fuera de estos lugares no hay nada: arena y piedras, y piedras y arena. No hay pájaros. No hay nada.
          Es la soledad más absoluta. La vista mira y mira buscando algo pero no encuentra nada. Y de repente, en algunos lugares hay muchas plantas. Pero solo es en sitios muy concretos, son lugares en los que por su configuración geológica se recoge el agua de lluvia de grandes extensiones y la humedad permanece en el subsuelo durante bastante tiempo. 

      Son pequeñísimas manchitas de verdor en un mundo tremendamente desnudo, en un mundo puramente mineral. Y por estas inmensidades prefiero ir andando solo. No quiero ir hablando de cualquier cosa, de eso tendré tiempo.
           Aquí en el desierto prefiero sentir la soledad, el silencio y la inmensidad. Prefiero poder pararme a observar el milagro de una planta que nace o de una palmera que intenta surgir en medio de la arena. ¡El desierto! ¡El mundo de lo inmenso! ¡El mundo del silencio! ¡El mundo de la nada!

A lo lejos se vislumbran como unas palmeras. Parece que allí hay algo de verdor. Pero la mancha es pequeña, muy pequeña. Parece un lugar similar al Pozo Mágico. Un pequeño altozano con unas palmeras. Debe ser el Pozo Verde, lugar donde nos tienen preparada la comida. Me voy acercando pero ¡qué poco se avanza en estas inmensas llanuras! El horizonte parece que huye de nosotros. Al principio de la jornada el andar es un placer, pero en estos momentos en que se ve y no se alcanza la meta, el andar se convierte en una fatiga, es como un castigo. Un pie y luego otro y luego el otro y siempre las mismas rocas y la misma arena y sin poder detener la mirada en una planta, en una flor, en una lagartija, en un pájaro. Solo se puede mirar el cielo y el horizonte.  El desierto, el lugar de la soledad. El lugar donde uno se encuentra consigo mismo porque no hay otra cosa con la que encontrarse.
Y al final llego al horizonte, llego al Pozo Verde. Es otro lugar milagroso. Otra vez solo hay un pequeño altozano cubierto de palmeras y allí brota agua. Pero lo curioso es que la vegetación sólo está allí, empieza y acaba de repente. Es como si ese trozo fuese un tiesto que riegan con la debida frecuencia. Y en ese pequeño lugar, metidos entre las palmeras, comemos. Los guías nos tienen preparada allí la comida, sin tener en cuenta que está nublado y que se puede comer en cualquier sitio. Debe ser la fuerza de la costumbre de ponerse bajo las únicas sombras que hay, pues lo habitual es que haya sol, no que esté nublado.
Comemos lo de casi todos los días: ensalada de verduras y legumbres, fruta y pan. Cuando el pan está recién hecho es delicioso. Es un pan que solo es corteza, no tiene miga y está blandito y jugoso. Es un pan que se come en nada.  
Al terminar de comer los guías recogen y aprovechan los pilones de agua para lavar los platos. No utilizan jabón, los lavan con arena, estropajo y agua; puede parecer una guarrería, pero más guarrería sería dejar una pequeña fuente llena de detergente e inutilizable para los que vengan después.
Aquí hay bastantes turistas que vienen en coche, comen en el desierto y luego se acercan andando hasta la Acacia desde donde van a la carretera, que está bastante cerca y siguen su camino. Son los turistas que hacen pequeños recorridos a pie por diferentes lugares del Desierto Blanco.
Y después de tomar el té otra vez a andar. El terreno va cambiando. Empiezan a aparecer rocas blancuzcas por algunas partes. De repente el cielo se cubre con una nube gris oscura y empieza a llover. Nos guarecemos bajo el saliente de una roca. Alguien dice ¡qué rabia! Yo pienso ¡qué suerte! ¡Qué pocos han visto llover en el desierto! La lluvia dura pocos minutos. El negro nubarrón se va tan deprisa como ha venido.  El suelo no se ha quedado mojado. La luz del sol se cuela entre las nubes e ilumina las rocas, el suelo y todo brilla y resplandece. El nubarrón sirve como telón de fondo que hace resaltar más la luz y los colores. Me paro mucho a ver esta maravilla de luz y de color después de la lluvia.
Enseguida llegamos a la Acacia. Es la única que hay en muchos kilómetros a la redonda y está también en un alto. No sé qué tendrán los altos, pero parecen los únicos lugares donde crecen los árboles y donde hay humedad. Es una paradoja, pero por aquí así parece que es.
A partir de la Acacia ya no hay otros caminantes ni más turistas. A partir de la Acacia empiezan a aparecer cada vez manchas blancas más amplias en el suelo. Si no supiera donde estoy diría que ha nevado recientemente y que esas manchas blancas son amplios neveros. Y ahora que estoy aquí las manchas blancas me parecen montones de arena blanca ondulada por el viento; pero no es así. Es un suelo rocoso blanco de yeso, muy blando, modelado por el viento.
En el cielo hay unas nubes alargadas. Son nubes que parece que vienen del oeste, del corazón del desierto del Sahara. Es un fenómeno extraño pero el cielo está hermosísimo. Entre medias de las nubes se cuelan rayos de sol. Y el cielo y las nubes toman mil colores.
            En algunos lugares el blanco suelo rocoso desaparece para dejar paso a la arena que parece que reclama su lugar. Paso junto a una pequeña pradera de hierbas como juncos que me parecen muy hermosas.  ¡Hay tan pocas plantas por aquí! ¡Las nubes, el cielo, las plantas, la arena, la roca blanca! ¡Qué conjunto más bonito!
Cada vez aparecen más manchas blancas. Cada vez los conjuntos rocosos son más grandes. Hay momentos en que parece que se anda por un glaciar, por zonas con pequeños seracs a los que es fácil subir.
El sol se va a ocultar. En un altozano que domina el campamento nos paramos para ver atardecer. La gente solo mira por donde se pone el sol. Yo miro por allí y por el lado contrario, el que se pone también de mil colores, aunque no tan brillantes ni tan espectaculares. Las nubes están de un color azul grisáceo, otros azules que no acierto a definir y violetas. Una franja naranja está sobre el horizonte. Es un conjunto hermoso, tranquilo y lleno de inmensidad.
El cielo arde por donde se pone el sol. Unos rojizos cada vez más violetas se van por el horizonte, como queriendo huir de la luminosidad del sol. Las nubes oscuras parecen que se nos echan encima. Una brisa viene de no sé dónde, pues aquí no hay mar, ni altas montañas, aquí todo es igual. La oscuridad de las tiendas destaca en el blanco del suelo, así es difícil perderse cuando el sol ya se ha puesto del todo.


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