domingo, 20 de noviembre de 2016

 ALPES. FRANCIA
 Parc des Ecrins.  Glacier Noire


          Amanece una mañana espléndida, radiante. Según miro hacia el oeste, veo estas maravillosas montañas, tan blancas, tan bonitas. Hace frío, pero al sol se está a gusto.



        Decido ir primero al Glacier Noir. Luego, si ando bien de tiempo y de fuerzas iré a otro sitio.
         Empiezo a andar. La visibilidad es perfecta. Las montañas tienen mucha nieve. A la nieve del invierno hay que añadir la nieve caída los últimos días.



          El camino va por el filo de la morrena lateral del glaciar. Poco a poco va subiendo. Cada vez coge más altura.


           A medida que avanza la mañana empieza a haber aludes. Aludes que caen por canales y que levantan una gran polvareda y hacen un ruido peculiar, característico. Cuando veo y oigo estos aludes me siento más pequeño, más indefenso, más impotente frente a la montaña.


          Y aquí, en el filo de la morrena hay un monolito que recuerda a unos jóvenes de 18 y 19 años que murieron en el 1950. No sé por qué, pero me da pena, aunque luego pienso que si hay lugares hermosos para morir, este es uno de ellos.
         Me siento y me estoy un buen rato contemplando todo lo que me rodea. ¡Se está aquí tan bien!


          Y como todavía hay muchas horas de luz por delante, y como me siento con fuerzas pues me voy al refugio de Bans.


         Y me meto en un valle bellísimo. Y  voy andando y andando y disfruto de las montañas, de las nubes, de los arroyos, de los chillidos de las marmotas, del viento y soy feliz. 



        Aquí, en las montañas, en los Alpes, es uno de los pocos lugares donde puedo decir que he conocido la felicidad. Aquí he tocado el cielo y el mundo ha flotado a mis pies. 

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